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El orden de las cosas

Antonio Elorza

Primero fue el espino, luego el roble y por fin el nogal, que acabó convirtiéndose en emblema de la política nacionalista. De ahí que el balance de la entrevista celebrada entre el presidente Aznar y el lehendakari Ibarretxe pueda ser resumido en los términos del refrán navarro 'itzaur guti ta arroitu anitz' ('pocas nueces y mucho ruido'). Era de esperar. En el interminable desencuentro político que protagonizan ambos no se había registrado últimamente indicio alguno de que exista un terreno común entre ambos para abordar razonablemente el gran problema de Euskadi. Existían en todo caso cuestiones de fondo que impedían el acercamiento, y para apreciarlo basta con recoger el orden de prioridades temáticas que el lehendakari fija para futuros encuentros: Autogobierno, Soberanía, Estatuto, Constitución. Difícilmente un jefe de Gobierno constitucional puede aceptar tal escala de prioridades para entablar una discusión, y menos si su interlocutor elude cuidadosamente precisar cuáles son sus intenciones al respecto. La adivinanza es fácil, pero no le toca a él resolverla.

Una primera impresión poselectoral fue que Ibarretxe había optado por la concordia, que el reconocimiento del pluralismo de la sociedad vasca le llevaba a mirar el futuro sobre la base de la conciliación de intereses entre nacionalistas y no nacionalistas. El discurso de investidura se presentó como un ungüento balsámico destinado a cicatrizar las heridas del pasado. Claro que si el tono fue siempre conciliador, el contenido encerraba una gran sorpresa. Hasta entonces, el gran reproche al lehendakari había consistido en vincular indisolublemente el objetivo de la paz y el supuesto 'conflicto político' vasco. Pues bien, ahora Ibarretxe planteaba un vuelco espectacular: el famoso 'diálogo', el rechazo de ETA, todas las palabras gastadas para hablar de la paz se depositaban en el escaparate, y el primer objetivo del nuevo gobierno era el proceso de autodeterminación. El recurso al eufemismo era marca de la casa, en ese estilo Elkarri que gusta de usar Ibarretxe: se haría 'respetar la voluntad mayoritaria de la sociedad vasca'; Egibar y Deia tradujeron de inmediato, y luego, por distintas vías, lo aclararon Atutxa y Arregi: la tarea política de la legislatura iba a ser la puesta en marcha de la autodeterminación. '¿Qué hay de malo en ello?', se preguntaba Ibarretxe de modo ingenuo en su discurso. Con la cortina de humo de los eufemismos casi nadie percibió cómo el as de bastos había salido de la manga.

Fue una jugada maestra de Ibarretxe, o de sus mentores, a la vista del desconcierto sembrado por su discurso. Rigurosos especialistas consideraron el mismo como una reafirmación del pacto estatutario. Cuando lo planteado era que el Estatuto sirviera de plataforma para su propia 'superación', es decir, para lograr que Euskadi fuese soberana. No sin antes reivindicar su versión del cumplimiento pleno de las transferencias, lo que para espectadores poco avisados coloca a Ibarretxe en el plano de la legalidad y al Gobierno en el de la cerrazón, olvidando que las reticencias del segundo ante determinadas transferencias tienen sobrada base constitucional. Falta decir que en el discurso de Ibarretxe el Estatuto sirve por lo menos de trampolín para que su marco normativo sea desbordado, en tanto que la Constitución pura y simplemente no existe.

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La pregunta obligada es: autodeterminación, ¿para qué? De entrada, si queremos entender lo que el Gobierno PNV-EA entiende por autodeterminación, es necesario dejar de lado lo que la autodeterminación significa como principio en cuanto protagonismo del ciudadano en la adopción de decisiones desde el punto de vista de la filosofía política. La autodeterminación es entonces una precondición de la democracia, y ello explica por qué tantos demócratas -y unos cuantos leninistas- la propugnen para Euskadi sin percibir que tal exigencia, en el sentido que fijan los famosos 14 puntos de Wilson y se ha consagrado en la historia constitucional, representa otra cosa. Autodeterminación supone algo bien concreto: decisión de un sujeto colectivo, asentado sobre un territorio, para modificar o confirmar su vigente status político.

La primera autodeterminación moderna vino definida por la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776, rompiendo la subordinación respecto de Inglaterra, y la segunda, en 1790, supuso la anexión de Alsacia a Francia, en contra de los tratados con el Imperio alemán y atendiendo al derecho de los alsacianos a unirse por su propia voluntad, según explicó el asambleísta Merlin de Douai. No hay que marear la perdiz. Ésta es la autodeterminación de que hablan Ibarretxe y el PNV, y, como toda autodeterminación, tiene siempre un contenido -igual que en el caso del matrimonio, el ejercicio del derecho supone un para-, nunca es un fin en sí misma. Plantearla en el caso vasco no puede responder sino a la persecución de una meta: la secesión. De otro modo, cuanto hacen y dicen los nacionalistas resultaría absurdo.

La baza principal de Ibarretxe consiste en ir hacia la 'soberanía', jugando inteligentemente con la confusión entre la autodeterminación como supuesto democrático, apoyado por las tres cuartas partes de los vascos, y el derecho de autodeterminación que el PNV persigue como máscara de independencia, donde el respaldo desciende al 30 por ciento y es, por tanto, muy minoritario. Ésta es la clave de la estrategia, dado que una consulta abierta en pro de la independencia tiene todas las posibilidades de verse sepultada, en tanto que puede imponerse bajo el disfraz de una preferencia por la autodeterminación, transferida inmediatamente a la capacidad de decisión adscrita para el tema al Parlamento vasco desde 1990. Los tres escalones descritos por Arregi irían tranformando la minoría en mayoría a favor del creciente enfrentameinto con Madrid y de la transferencia última a un Parlamento donde sin duda los batasunos cumplirían gozosos el deber patriótico.

Se confirma así una vez más que si el principio de autodeterminación es siempre democrático, el derecho de autodeterminación con frecuencia no lo es y, salvo en la descolonización, su ejercicio consistió casi siempre en una técnica de manipulación y de falseamiento. Por algo ninguna Constitución democrática lo consigna en la actualidad, y los antecedentes históricos de la Constitución soviética de 1936 y dela yugoslava de 1974 no son ejemplos para entusiasmarse. A la vista de las constantes maniobras del nacionalismo para encubrir sus fines, tampoco cabe ser optimista en Euskadi. Por algo Ibarretxe se olvidó cuidadosamente del tema en la campaña electoral -fue un punto más en el programa PNV-EA- para ahora decir que al plantearlo cumple el mandato de los electores.

Otra dimensión no menos sorprendente del viraje poselectoral es que ETA, políticamente, ha dejado de existir. Condenas verbales, todas, pero en el diccionario político de Ibarretxe, ETA no cuenta ni debe contar, ante esa necesidad primaria que es al parecer cumplir con lo silenciado antes del 13-M. El problema político de Euskadi 'no es con ETA, sino con el PP y Aznar'. Las consecuencias políticas del terrorismo no le conciernen, y tampoco que la convergencia en los fines aliente las campañas de terror compensando el mal trago de la derrota electoral de EH. Ignorancia de la significación política de las víctimas, falta de toda solidaridad política con los partidos afectados por la lógica de exterminio de ETA, suposición de que 'la voluntad de los vascos' puede expresarse libremente a la sombra del terror, son demasiadas inhibiciones como para pensar que la apuesta de Ibarretxe tiene un fondo democrático y de oposición política a ETA. Todo ello, antes de entrar en su constitucionalidad.

Por su parte, Aznar, lo de siempre: confunde firmeza y resistencia democrática con intransigencia. El tema de las transferencias sería un terreno adecuado para conjugar aquéllas con una actitud de flexibilidad y de constante explicación a los ciudadanos. El conflicto vasco que hoy ya existe, rubricado por Ibarretxe en La Moncloa, se juega también ante la opinión pública. Y la imagen de un muro resulta siempre poco atractiva.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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