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Columna
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San Miguel

Elvira Lindo

El Ayuntamiento de Madrid no estuvo rápido a la hora de presentar sus condolencias por la muerte de Gila. Lo dice su viuda. Pero, realmente, qué importa. Es casi una tradición que los organismos públicos lleguen tarde, mal o nunca a los homenajes de sus hijos más queridos, y es posible también que las instituciones madrileñas estén preocupadas por resucitar unas tradiciones, unas vírgenes o unos personajes que a pocos interesan y olviden a otros que tienen mucho que ver con el verdadero carácter de esta ciudad. Madrid es Gila, es ese tono del habla de Gila, seco, poco verboso y de acento claro que se puede encontrar, si se pone atención, en la gente mayor de esta ciudad. Es el humor del pobre, el humor del ciudadano de la gran urbe que observa con estupor todo lo que se le viene encima cada día: la familia, la guerra, los realquileres, el hambre, el frío.

España suele ser un país duro para los cómicos, los quiere de momento, repite sus chistes, se empapa de sus ocurrencias, pero luego no los coloca en el lugar que merecen. El español siempre cree que es más gracioso que el cómico. O tal vez sea el destino natural del cómico en cualquier lugar del mundo, aunque es posible que en países como Estados Unidos se les tenga en mayor consideración. El Ayuntamiento se olvidó de mandar el pésame, y la televisión le dedicó un homenaje triste, triste en el sentido de que los cómicos allí convocados no estaban a la altura del humorista fallecido. Siempre se tiende a lo más fácil, unas imágenes de archivo y unas personas que se emocionan en directo y que cuentan unas cuantas anécdotas sin fuste. ¿Tan difícil era que los responsables de cultura de la televisión pública (¿los hay?) hubieran relacionado la vida y la obra de Gila con la vida y la obra de otros como él? Ahí están Tono, o Azcona, Mihura, Tip y Coll, yo qué sé, aquellos que crearon una verdadera posibilidad para que este país de simpáticos pero pobre para el espíritu cómico tuviera unos humoristas con categoría. Es cierto que Gila acabó contando sus historias en galas televisivas de poco nivel, pero la televisión no da muchas más oportunidades a los cómicos, y la radio, que en otro tiempo los acogió, los abandonó hace años. Pero ésa no es razón para que la primera cadena, en su homenaje precipitado, redujera a Gila a una figura tan desvinculada de su propia historia.

En las palabras y el acento con que Gila contaba sus historias estaban contenidas las vidas de la pobre gente que luchó en la guerra sin tener ni botas para lanzarse al frente, estaba implícita la cárcel que él mismo sufrió, el frío que pasó en una celda abrazado a sus compañeros para darse calor humano, estaba también la posguerra, la sopa que se enfriaba por el largo pasillo de los pisos viejos de Madrid, ese pasillo en el que uno encontraba a niños de otras familias, los realquilados, y la cercanía obligada de la suegra o de aquella tía soltera que se hubiera casado con cualquiera, estaba el lenguaje de los que no habían tenido posibilidad de estudiar, bien porque la guerra les había interrumpido abruptamente la juventud, bien porque en la posguerra sólo había preocupación por paliar el hambre, estaba la resignación del hombre que se casa con una mujer que le mangonea la vida, que lo convierte en un mansurrón. En cada uno de esos personajes, o en todos, están contenidas las vidas de nuestros abuelos, de nuestros padres, de los vecinos, y, a pesar de lo mucho que ha cambiado este país, él tenía la habilidad de atrapar la atención del público con historias de las de antes. De Gila podía haber sido aquello que contaba Groucho Marx sobre la pobreza de su familia: 'Éramos tan pobres que mirábamos con envidia la basura del vecino de al lado'.

Gila fue tan original que inventó su propio estilo para contar historias, pero no es absurdo relacionarlo con los diálogos de Azcona o Mihura, de Tono, con el gesto de pobre estupefacto de José Luis Ozores o la comicidad de películas como La vida por delante, de Fernán-Gómez, y con esa forma de hablar, directa, parca y seca de los abuelos de Madrid. En el corazón de muchos madrileños, cada uno de estos cómicos tiene su plaza, su calle, su parque. Son santos laicos, mucho más importantes que los de las procesiones de Manzano.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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