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Hacer política

Daniel Innerarity

Se eligen los Gobiernos, no los pueblos. Esta evidencia no resulta tan clara en la práctica, pues con frecuencia se gobierna lamentando tener enfrente un destinatario tan poco comprensible con la dificultad de la tarea. Bertolt Brecht parodió esta circunstancia en la figura de un Gobierno que, decepcionado por el pueblo que le había tocado en suerte, deliberaba sobre la posibilidad de disolverlo y elegir uno nuevo. En torno a las elecciones vascas se han comportado de esta manera los de siempre, los que trabajan por violentar la voluntad del pueblo vasco, y los que han visto en él una clara falta de madurez porque el resultado no les ha sido favorable. Evidentemente, aceptar un resultado electoral no significa que a uno le tenga que gustar lo que el pueblo ha decidido. Pero el imperativo democrático exige no prorrogar la incertidumbre electoral otros cuatro años en espera de que el pueblo cambie de opinión. Las urnas le sitúan a cada uno frente a unos deberes concretos que consisten, dicho de una manera genérica, en la obligación de hacer política con lo que hay.

Y es que las políticas, además de buenas o malas, pueden ser también efectivas o inexistentes. No todo el que está en el escenario hace política; algunos están, pero no hacen nada que pueda ser designado como una operación de carácter político. En esa situación se encuentran, por ejemplo, los que pegan tiros en lugar de trabajar por convencer y, en un nivel menos dramático, quienes no han entendido la lógica que rige estos asuntos y creen que la política es otra cosa, como deducir aplicaciones de algunos principios generales suministrados por la ideología o las ciencias, no prestar suficiente atención y análisis a la realidad social sobre la que se pretende actuar, plantear las cosas en términos o bien excesivamente conciliadores o bien de aniquilación del adversario. Son algunas de las actitudes que convierten acciones aparentemente políticas en algo completamente diverso. Quien actúa de ese modo no hace propiamente política, sino algo que a lo sumo se le parece.

¿En qué consiste ese tipo de acción que llamamos política? ¿Qué esperamos de quien ha ganado unas elecciones o de quien las ha perdido? ¿Qué es lo que no hace un partido o un político cuando no interpreta bien la realidad social, cuando no se decide o se anquilosa? ¿A qué invitamos concretamente cuando exigimos que el terrorismo abandone la violencia y haga política? A mi juicio, la política, especialmente cuando queremos diferenciarla de otras actividades, exige fundamentalmente dos cosas: primera, haber caído en la cuenta de que su terreno propio es el de la contingencia, y segunda, una especial habilidad para convivir con la decepción. Habrá, sin duda, otras definiciones más exactas, pero seguro que ninguna de ellas deja de recoger, en alguna medida, estas dos propiedades.

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La política es, en primer lugar, una gestión de asuntos desde el punto de vista de su contingencia; es decir, considerándolos como abiertos, decidibles, imprevisibles, opinables, controvertidos, revisables. Gracias a esta propiedad, la perspectiva política se distingue de otras actividades como las que llevan a cabo los científicos, los militares, los moralistas o los economistas. Por supuesto que cabe tratar los asuntos políticos como algo solucionable por éstos, pero ése no es el núcleo de lo que entendemos como específico de la política. Lo específicamente político es aquella dimensión de los problemas que no pueden resolver adecuadamente esas otras profesiones. Politizar es situar las cosas en un ámbito de pública discusión, arrebatárselas a los técnicos, los profetas y los fanáticos.

Hacer política es renunciar a otro procedimiento que no sea convencer, pero convencer a otros es algo que nunca puede estar plenamente garantizado. Quien entra en un diálogo, aunque las reglas de juego estén muy claras, no sabe exactamente cómo va a salir. Solamente es sincero un diálogo en el que yo pueda convencer a otros, pero en el que también pueda ser convencido, en todo o en parte. Lo demás son escenarios para la autoconfirmación. Dialogar es siempre algo arriesgado, y así parecen haberlo entendido los que se niegan a hacerlo temiendo perder algo en esa operación. Forma parte de la naturaleza de la política una imprevisibilidad más radical que en otros asuntos. Los efectos de lo que se dice y de lo que se hace no están nunca suficientemente garantizados. La abundancia de medios no asegura el efecto previsto (de lo cual han dado una lección estos comicios). Tal vez sea esta propiedad la que asemeja a la política con el juego, por lo que hacer política consista en realizar apuestas arriesgadas, más que en programar, calcular, ordenar o planificar.

Las elecciones son precisamente el momento de máxima incertidumbre, cuando el principio de que todo es posible planea sobre todos como una promesa o como una amenaza. Una elección es una interrupción de la inercia, una institución de ruptura de la continuidad. En ese momento se visualiza de manera evidente que la política nos introduce en un mundo en el que hay que responder y dar cuentas, que el poder no es absoluto porque está obligado a revalidar, que la política no da más que oportunidades a plazos. Por eso, en todo proceso electoral se concentran como en ningún otro momento tanto miedo y tanta esperanza, porque nunca hay tanto en juego ni es la realidad algo tan incierto y contrastado con lo posible. El juego democrático, aquello a que todo participante se somete implícitamente, consiste en que quien ha ganado podría haber perdido y siempre podrá perder.

Tan necesarios como son en una democracia los momentos de incertidumbre, lo es también ponerles término una vez superada la sorpresa electoral. La decisión de extenderlos a lo largo de la siguiente legislatura -que el PP llevó a cabo en 1993 y parece pretender ahora en Euskadi-, eso sí que es un indicio de falta de madurez democrática. No se puede vivir permanentemente en campaña. En algún momento hay que recoger el veredicto y hacer con ello la política que se pueda.

De ahí que la política sea fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente, los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder, sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los propios límites.

Tengo la impresión de que, en las conversaciones previas a la tregua (que fueron más un asunto pedagógico que estratégico), a ETA se le dijo que podía conseguir en la política lo que no iban a conseguir mediante la violencia, y esto no es verdad. No se le advirtió suficientemente -o no lo aprendió- que la política es un ámbito de frustración. Mientras no se aprenda esa lección, no hay manera de hacer política. De ella se deduce todo lo demás. Probablemente sea ésta la transformación fundamental que debe hacer un terrorista y, por ello, algo difícilmente inducible desde fuera. Quizá sólo esté en nuestras manos crear el contexto que facilite ese descubrimiento. En una política antiterrorista no pueden faltar aquellas actitudes de cultura política que realmente aíslan a los violentos: un respeto exquisito de las razones del otro (al que con demasiada frecuencia se le ha estigmatizado como cómplice), resistir a la tentación de convertir al adversario en enemigo (como cuando se plantea la batalla por la desaparición del rival) o no tener miedo a lo que los vascos efectivamente puedan decidir (que es, hoy por hoy, una de las armas cuyo monopolio interpretativo hay que arrebatar al terrorismo).

Perder no es dejar de tener razón, porque tampoco haber ganado le asegura a uno el tenerla. Tener razón no depende de tener la mayoría (existe incluso una estupidez típica de la mayoría que viene a consistir en querer tener, además de la mayoría, la razón), aunque en política no hay conducta razonable que pueda sustraerse a la obligación de formar una mayoría. Hay ideas muy valiosas en toda oposición y alternativas que no dejan de serlo por una mala acción política. En una sociedad democrática, hacer política es el único instrumento legítimo para construir una nueva mayoría o para conservarla. Todo lo demás son deliberaciones de iluminados eligiendo pueblo.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía y miembro de la Asamblea Nacional del PNV.

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