_
_
_
_
_
Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Novela y rascacielos

La práctica totalidad de mis novelas han sido escritas bajo la protección de un determinado fondo musical, repetido insistentemente, vez tras vez, a lo largo del día. El tipo de música ha variado según las épocas, aunque a la larga han terminado por imponerse, por ser particularmente propicios, dos compositores, Haydn y Mozart. Supongo que tal hábito no podía dejar de reflejarse de algún modo en lo escrito; de ahí las alusiones musicales explícitas que aparecen en la mayor parte de mis obras y, sobre todo, la inspiración musical de determinados párrafos y fragmentos. Algo parecido es posible encontrar en gran número de novelas del siglo XX -entre las anteriores, así de pronto, no se me ocurre más que un conocido relato de Tolstoi-, empezando por Proust, Mann y Joyce. Y eso sin dar por buenas las equivalencias en exceso mecánicas entre novela y música, como las que establece Milan Kundera.

Lo cierto, sin embargo, es que, si para dar mejor expresión de lo que es -o fue- la novela del siglo XX, hubiera que establecer un paralelismo con alguna de las artes, no es la música la que yo elegiría, sino la arquitectura. Desde luego que la capacidad de despertar emociones de la arquitectura no se puede comparar a la de la música; ni siquiera la novela o la poesía pueden hacerlo. Pero tampoco es eso lo que se han propuesto ni el novelista ni el arquitecto del siglo XX. Lo que las grandes novelas del siglo han pretendido - Ulises, En busca del tiempo perdido- es meter todo el mundo y a todo el mundo en sus páginas, mientras que el paradigma arquitectónico de ese mismo siglo, el rascacielos, es propuesto como un edificio en el que multitud de personas puedan desarrollar su vida, expresión simbólica de ese edificio ideal susceptible de acoger a la humanidad entera. ¿Cómo han sido satisfechas semejantes exigencias de totalidad? Dando a la novela una estructura adecuada, significativa en sí misma, equivalente a la que crea un arquitecto según diseña un rascacielos. Conozco seguramente mejor que nadie hasta qué punto es eso exacto en lo que a mis novelas se refiere, pero aún sin ser capaz de hablar sobre Ulises o En busca del tiempo perdido como hubieran podido hacerlo sus autores, el hecho de que la estructura sea en ellas argumento es una de las primeras características que destacaría.

La novela del siglo XX, cuyo periodo central se extiende desde la década de los veinte hasta la de los setenta, parece definirse como respuesta a una situación nueva, a esa modernidad invocada por Rimbaud unos años antes, cuando proclamó la necesidad de ser absolutamente moderno. Pero aunque adopte la prosa como forma suprema de la poesía, Rimbaud no parece sino estar dando la razón a Proust, para quien, mientras que el poeta hace de la realidad algo distinto de lo que es para los demás, el novelista, como un emperador, esclaviza esa realidad y a cuantos en ella habitan. La novela del siglo XX se revela, en efecto, como un género invasor, que hace suyos cuantos recursos literarios se encuentran a su alcance.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Con todo, donde la respuesta a las exigencias de la modernidad se dio de forma más manifiesta fue en el ámbito arquitectónico: edificios públicos, comerciales, industriales y residenciales acordes a los nuevos requerimientos de la sociedad, realizados conforme a una concepción estructural totalmente nueva y empleando materiales asimismo nuevos, hormigón, cristal, acero. Similarmente, el novelista, en su búsqueda de la totalidad, estructuraba sus obras conforme a un armazón en el que todo cupiera, incluidos el propio autor -con su nombre, en forma de alter ego, de testigo infantil a veces-, así como el lector, todos y cada uno de los lectores. Y, a fin de captar la vida en todas sus manifestaciones, hacía suyos una serie de recursos tomados de otras formas de expresión, de otros descubrimientos innovadores. La descomposición de la realidad en porciones menores (en la novela decimonónica no hay descripciones equivalentes a un primer plano). O la velocidad de las asociaciones verbales en el discurso, que nos remite directamente a la velocidad en sí, a la velocidad de la comunicación, a la velocidad del transporte. O la planificación global de la obra conforme a reglas muy semejantes a las que llevan al urbanista a diseñar una ciudad o al arquitecto a diseñar un rascacielos.

Hoy, gracias a la perspectiva que otorga el encontrarnos en otro siglo, ya es posible afirmar que tanto la novela como la arquitectura del siglo XX han fracasado en sus propósitos. La arquitectura, lejos de conseguir un solo ejemplo de esa ciudad integradora y humana, capaz de hacer que el individuo se sienta más persona, que figuraba en sus enunciados teóricos, ha terminado siendo cómplice de la construcción de todos esos habitáculos diseñados por ordenador que se derraman sobre el paisaje. Mientras que la novela, tras fracasar en su empeño de convertirse en un género capaz de cambiar el mundo por el procedimiento de cambiar (o de mejorar, o de enriquecer) la vida de sus lectores, se ha visto sepultada por una avalancha de narraciones que también parecen diseñadas por ordenador. Quedan, eso sí, una serie de grandes novelas -las de Proust y Joyce, Musil, Kafka, Faulkner, por citar sólo sus autores más conocidos- y una serie de edificios que no parecen sino soñados, especialmente si se les aprecia en un mismo plano, como sucede en Nueva York. La gente contempla esos edificios no ya como curiosos monumentos sino como postales de monumento. Y con parecida ignorancia y cortés indiferencia oye hablar de las grandes novelas del siglo XX sin enterarse no ya de lo que las distingue de toda narrativa anterior, sino también de cuál es su valor y de cuáles son sus características. El grado de certeza presente en sus páginas, por ejemplo, sólo comparable al contenido en una obra de pensamiento puro, pero con la ventaja de que, a diferencia de ésta, la realidad concreta evocada por las palabras empleadas no puede ser rebatida.

El certificado oficial de ese fracaso lo señala, mejor que nada, la mera aparición del postmodernismo. Ni lo kitsch, ni lo pop, ni lo camp eran compatibles con la arquitectura moderna, como la novela gótica o romántica o, simplemente, la narratividad decimonónica, tampoco lo eran con la novela vigente hasta entonces. La creación artística o literaria nunca han estado al alcance de todos. Hoy sabemos, aunque sus secuelas subsistan, que el postmodernismo fue la última de las vanguardias. Pudo llamar a engaño inicialmente que, a diferencia de éstas, el postmodernismo no diese lugar a un manifiesto previo; pero eso era, de hecho, lo que sus heraldos estaban esbozando al definir los rasgos del fenómeno. Se trataba, en suma, de vertebrar el arte y la creación literaria con planteamientos teóricos ajenos a lo propiamente artístico y literario. De ahí que sus manifestaciones, más que culminación de la modernidad, fuesen excrecencias degenerativas propias de la fase final de esa modernidad. Lo que se nos venía encima era otra cosa.

Luis Goytisolo es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_