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Columna
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Cartuja

A veces resulto hasta culto, así que con esto del puente Ida y yo decidimos ir a ver museos. Los del Parque de María Luisa los descartamos por triviales, por demasiado pisados; el de Bellas Artes ha sido reabierto hace poco, pero la mañana de niebla y una suave gasa de lluvia nos exigía algo más exótico y ambiguo que un tropel de santos e inmaculadas. Joaquín nos había hablado de la Colección Patchett en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, y colocamos el morro del Opel en la dirección de la isla de la Cartuja. Nuestra primera moraleja de la mañana fue digna de Valdés Leal: bajo el paisaje de catástrofe nuclear, mientras el viento desmelenaba los álamos de las orillas, contemplamos las ruinas de lo que había sido una exposición universal, un Sarajevo lleno de torres y farolas ciegas. Dimos tres vueltas con el coche alrededor del monasterio de la Cartuja, sin indicación visible; aparcamos al lado de una tapia para descubrir, naturalmente, que el acceso se encontraba en el punto opuesto de la parcela. La pereza es buena aliada de los museos: uno se deja llevar de cuadro en cuadro, escultura en escultura, tontería en tontería, con el espíritu crítico anestesiado en el fondo de la cabecita, arrullado por el eco de nuestros zapatos en el parqué. El monasterio parece enorme, como una sede de fantasmas. Atravesamos los claustros, las capillas, oyendo las flautas del viento en las ventanas, cruzándonos con ocasionales visitantes, casi todos extranjeros.

Antes el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla ocupó un discreto local frente al Archivo de Indias. Hoy se oculta en la periferia, en esta isla llena de restos de ballenas, en este edificio imposible por el que la curiosidad nos extravía como en un laberinto de feria. Una señorita nos acompaña hasta la instalación de alguien que se ha dedicado a fabricar zancos de aluminio, a torturar a muchachas calzándoselos en las rodillas y filmando vídeos con ellas. Resulta casi inútil intentar huir porque la azafata nos aguarda en la puerta, pero preferimos escabullirnos por un pasillo, penetrar en un patio con santos de piedra, distraernos mirando el azul zafiro de la cúpula de la iglesia. La Colección Patchett ofrece todo lo que prometía; caminamos entre las vitrinas con nostalgia futura, sabiendo que Sevilla tiene que perder las únicas piezas que justifican un museo de este tamaño, ésas que llegan cada dos o tres años con los azares de la marea a nuestra tierra de flamencas y tiros de caballos. La exposición terminó este fin de semana, y todos sabemos que desde entonces Sevilla es menos contemporánea, es más su daguerrotipo. Me detengo frente a la boîte à valise de Duchamp y sonrío, recuerdo a los shandys de Vila-Matas. Esto no es común en Sevilla. Sentimos que nos han aplicado linimento cuando nos dejamos arrastrar hacia la colección permanente, que Ida mira también con interés, pero que a mí, salvo algo de Joseph Kosuth, me decepciona sin remedio. La apoteosis, como de costumbre, sucede al final: un confuso corredor conduce a un último claustro donde se hallan las maravillosas tumbas platerescas del monasterio, que usted puede contemplar en absoluta soledad porque nadie conoce que existen. Un itinerario bastante aceptable para una mañana de sábado; luego una cerveza y quedar con los amigos.

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