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Columna
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Identidad, preciado tesoro

Esta vez no se trata de un acceso de ira o de venganza, de uno de esos movimientos de masa que acaban en una noche de furia contra el forastero, al que se tiene como culpable o sospechoso de algún crimen. No cabe tampoco la torpe excusa de que se haya tratado de un comentario en la intimidad, como los que se sueltan en los torneos entre hombres a ver quién dice la mayor burrada sobre el extranjero, sobre el Otro -sea mujer, homosexual, moro o negro-. Esta vez no ha habido masas en acción ni pujas entre amigos; esta vez la xenofobia y el racismo se han expresado por medio de la palabra hablada y escrita, destinada a una audiencia reunida para escucharla y a un amplio público de lectores en casa.

Palabra pública, dicha o escrita por personajes públicos. Por eso, el rechazo del Otro se ha intentado fundamentar en razones que nada tienen que ver con la sinrazón puesta en marcha en El Ejido o con la que se expresa en la frase del vicepresidente del Parlamento andaluz: el linchamiento y el exabrupto se consumen una vez ejecutado o pronunciado; no aspiran a ser legitimados ni compartidos por la clase media, menos aún por la buena sociedad. El discurso de Ferrulosa es diferente por la pretensión de racionalidad pública que reclama y obtiene del mal llamado conseller en cap y del mismísimo presidente de la Generalitat cuando lo refuerzan evocando a la mayoría. Barrera, por su parte, ha tenido la audacia de poner por escrito lo que, al parecer, esa mayoría dice por lo bajo; que como sigamos así, Cataluña desaparece.

No hay en estas llamadas a preservar la identidad colectiva motivos para el asombro. Desde que el nacionalismo olvidó -y han pasado ya más de cien años- sus orígenes liberales para afirmarse sobre una base étnica o racial, la exclusión de 'Ellos' constituye el elemento central de su discurso. Los que todavía piensan en el nacionalismo como un movimiento romántico y liberal del pueblo contra la tiranía, se meriendan un siglo y cuarto de historia, cuando nación se identificó con imperio en el ámbito exterior y con exclusión y persecución de minorías en el ámbito interior. Desde entonces, el nacionalismo ha dado sobre todo naciones saqueando pueblos de África y Asia o naciones persiguiendo a minorías étnicas: belgas masacrando a congoleños o alemanes exterminando a judíos, ésas son las grandes hazañas de los nacionalismos del siglo XX.

Aquí hemos tenido en el siglo XIX un nacionalismo liberal débil y, en el XX, uno racial fuerte, capaz de fusilar a media España con tal de salvar a la patria. Pero hemos tenido también nacionalismos revestidos de los elementos que definieron la idea de nación antes ser identificada con imperio y con raza porque afirmaron un Nosotros frente a un Ellos, que era a la vez minoría explotada y Estado opresor: España era vivida en Cataluña como mano de obra barata para sus prósperos industriales y como dictadura impuesta a la nación catalana; de ahí un nacionalismo de rostro múltiple. Pero eso se ha terminado: ni el español emigra, ni el Estado oprime. Cataluña no ha desaparecido anegada por aquellos hijos de inmigrantes con quienes no podían jugar los hijos del matrimonio Pujol ni agredida por el Estado español. Ah, pero la identidad colectiva, esa frágil doncella siempre a punto de ser violada, sigue en peligro.

Cataluña, de sus ermitas a su cocina, está otra vez a punto de sucumbir: un nuevo agresor acampa a sus afueras y la buena sociedad tiembla de miedo. La cosa es grave porque la xenofobia ya no puede revestirse con el lenguaje de liberación de la tiranía; de golpe, el nacionalismo se desnuda de romanticismo y muestra su rostro étnico y racial. Es lo que ha ocurrido estos días cuando una primera dama católica y conservadora se encuentra, hablando el mismo lenguaje, con un líder de izquierda y republicano. Y es que el nacionalismo acaba por fundir a todos cuando se trata de poner a salvo de manos sucias y codiciosas el preciado tesoro de lo Nuestro, la identidad colectiva.

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