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Columna
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El piano

Estamos impresionados por la biografía lectora de Aznar, pero nos da pena que no se le note. ¿Por qué oculta en el día a día la influencia que los libros han ejercido sobre él? Es como si el pan no se dejara seducir por los beneficios esponjosos de la levadura; como si la flor cerrara violentamente sus pétalos al insecto cuyas patas transportan el polen fecundante. Claro, que debe ser difícil haber leído tanto y vivir rodeado de gente que ha leído tan poco. Quizá en el consejo de ministros, cuando mire de reojo a Cascos, a Villalobos, a Cañete, se sienta un bicho raro. Me pregunto si hay en su entorno una sola persona con la que pueda intercambiar versos y sistemas filosóficos. Qué aislamiento terrible el del poder, sobre todo cuando se ha dedicado la mitad de la vida a la lírica.

Quizá el modo de defenderse de esa atmósfera hostil sea, como hacíamos en la mili, disimular las lecturas. Tal vez esas risotadas cuarteleras y ese modo de subirse los pantalones en los mítines sean recursos teatrales para ocultar su sensibilidad a Álvarez del Manzano o Esperanza Aguirre, con quienes ha de convivir, le guste o no. Yo escribía en la adolescencia poesías de amor que a veces me tuve que tragar para que no cayeran en manos del prefecto de disciplina, para quien Bécquer era un maricón. El propio Fraga, que es un lector enfermizo, arrancaba en su día los teléfonos de cuajo y metía a los inocentes en la cárcel para que sus compañeros de gabinete no le tomaran por un afeminado. Y cuando veía firmar a Franco sentencias de muerte tan contrarias a su temperamento, hacía como que no había leído nunca un libro y daba manotazos sobre la mesa en señal de aprobación. Debieron ser muy duros para Fraga aquellos años de disimulo. Todos nos sorprendimos cuando al estallar la democracia apareció ese don Manuel tierno y culto cuya obra se disputan los editores de medio mundo.

La política tiene sus servidumbres. Aznar gobierna para los que leen y para los que no. Si mostrara la herida que han dejado en él, entre otras generaciones, la del 27, y la del 98, proyectaría una imagen de élite perjudicial para un partido 'popular'. Narcís Serra no disimuló a tiempo que tocaba el piano y fíjense cómo acabó el PSOE.

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