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Columna
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Una extraña dictadura

El contrato social es el metarelato sobre el que se asienta la moderna obligación política. Aunque, como ocurre con todo contrato, el contrato social moderno genera procesos de inclusión a la par que de exclusión, su legitimidad estriba en su voluntad de superar cualquier forma de exclusión. En esta tarea el Estado jugó un papel fundamental, configurándose como un Estado de bienestar cuya capacidad reguladora sirvió para establecer y proteger un espacio para el desarrollo de la ciudadanía industrial. Este contrato social ha entrado en crisis. Bajo la égida del neoliberalismo se abre paso un nuevo contrato social paradójico, una parodia de contractualización basada tanto en el post-contractualismo (es decir, en la exclusión del ámbito del contrato social de personas y grupos antes incluidos; por ejemplo, los parados de larga duración) como en el pre-contractualismo (es decir, en impedir el acceso a la ciudadanía a grupos sociales anteriormente reconocidos como candidatos a la misma en el marco del ideal universalista de los derechos humanos; por ejemplo, los inmigrantes de los países del Sur).

El nuevo contrato social neoliberal se asienta sobre una contractualización individualista, 'basada en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre individuos y no en la idea de contrato social como agregación de intereses sociales divergentes'. En esta nueva concepción, la intervención del Estado es necesariamente mínima, reduciéndose a asegurar el cumplimiento de lo acordado durante la vigencia del acuerdo, pero sin entrar en los términos o en las condiciones del mismo. Además, se trata de un contrato caracterizado por la inestabilidad: no es un acuerdo que obligue realmente, puede ser denunciado en cualquier momento por cualquiera de las partes (lo que significa en la práctica que sólo puede ser roto por aquel que tiene poder para hacerlo). De este modo, si el contrato social moderno (sea en la versión de Rousseau, en la de Hobbes o en la de Locke, en este caso es lo mismo) servía para sacarnos del estado de naturaleza y así convertirnos en ciudadanos, el nuevo contrato neoliberal genera un predominio estructural de los procesos de exclusión sobre los de inclusión, abocando a las sociedades a un nuevo estado de naturaleza al que son expulsados muchos de sus miembros.

El contrato social quiebra cada día con la ruptura de los contratos laborales o con su precarización. General Electric, la empresa más rentable del mundo, acaba de anunciar el despido de hasta 75.000 trabajadores en los próximos años. En total, una docena de grandes empresas norteamericanas han previsto deshacerse de casi 170.000 trabajadores, que se verán así convertidos en ciuadanos precarios. Las víctimas del turbocapitalismo actual (como lo ha denominado Edward Luttwak) corren así un grave riesgo de acabar expulsadas del universo de las obligaciones morales. Nada nos une a ellas, todo nos separa. Es tontería permanecer atado a quien cae por la pendiente. Los nuevos pobres acaban por ser desterrados del universo de la empatía y la solidaridad. Y es que, ¿cómo es posible ser pobre cuando se está creando tanto empleo? Se extiende así la idea del pobre como víctima, sí, pero víctima de sí mismo (de sus adicciones, de su amoralidad, de su estulticia) o de sus circunstancias (de su entorno familiar, de su fracaso escolar). La falta de trabajo y de dinero no es la causa, sino la consecuencia del modo de vida de esta nueva clase de marginados.

Es imprescindible combatir la emergencia de este fascismo societal (Santos) basado en la exclusión y la segregación social de todas aquellas personas que, por las más diversas razones, no encuentran su sitio en la nueva economía y ven así volatilizarse sus derechos bajo el empuje de procesos económicos, jurídicos y políticos impulsados por instituciones ademocráticas. Un fascismo que, a diferencia de sus antecesores, puede desarrollarse en el contexto de las actuales democracias. Se trata, como señala Viviane Forrester en su más reciente libro, de una extraña dictadura.

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