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Columna
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A cántaros

El invierno que viene será duro. Profecías de este oscuro sabor lluvioso saltaban en los años sesenta a los versos de los poetas, porque el frío y las nubes eran buenos símbolos de la España franquista. Un fresco, más bien helado, invadía España desde el norte, con borrascas de leyendas militares y cielos infinitamente húmedos, tan morados e inabarcables como la bendición de un cardenal. La memoria de la posguerra está empapada de lluvias, de abrigos y de paraguas negros. Debe ser una evocación elástica, una manipulación sentimental del recuerdo que se apodera de los mapas y de la climatología para representar el frío de las iglesias, el blanco y negro esquelético de los periódicos censurados, la lentitud demacrada de las tardes de domingo y el musgo de esos telediarios que contaban historias costumbristas, mitologías pobres y noticias sobre unas cortes llenas de bigotes recortados. Después de un accidente, hay coches que se quedan hundidos en el fango, con las luces fusiladas, mientras suena la radio y el conductor busca a tientas sus gafas por el suelo de cristales rotos. En España sonaba la radio y llovía detrás de los cristales, sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos y los documentos nacionales de identidad.

También este invierno del año 2001 parece metido en aguas y en tardes infinitas de domingo. La lluvia, pertinaz como la sequía y triste como un diputado por el tercio familiar, debe tener la culpa de que en España estén ocurriendo cosas que se parecen al paisaje sentimental de mi infancia. Después del vértigo de la modernidad y las nuevas eras tecnológicas, el corazón vuelve a su pasado para descansar en una nostalgia sórdida. La misma distancia que había entre la realidad y los documentales del No-Do es la que ahora existe entre Televisión Española, sus cómplices mediáticos y la preocupación que sufre mucha gente con los casos del submarino loco y de las vacas nucleares. Lo peor del submarino, de la pérfida Albión y de la inutilidad española, es que nos han devuelto a todos la boina y nos han recordado que, pese a nuestro orgullo figurón de nuevos ricos, no pintamos nada en la fiesta europea. Los andaluces hemos dejado de ser emigrantes, pero seguimos durmiendo en el cuarto de la criada, en una esquina colonial de los impudores internacionales, convertidos, de Gibraltar a Rota, en un taller de barcos con la proa cercana a la catástrofe. Y lo peor de las vacas locas es que ha vuelto a ponerse de moda Manuel Fraga Iribarne, una leyenda tan vieja como la del Cid Campeador o Agustina de Aragón, un señor feudal dispuesto a vestirse el calzón de baño para nadar en el barro de las mentiras de Estado o de la fosa común en la que duermen los pacíficos animales del veneno. La lluvia debe tener la culpa de que un ministro confunda la separación de poderes con la costumbre gubernativa de actuar al margen de la ley. Pero, en fin, la lluvia también limpia, y puestos a mojarnos es posible soñar otra vez con una tormenta que se lo lleve todo por delante. Tiene que llover, tiene que llover a cántaros.

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