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Por qué leen los niños

Es un runrún inacabable y es el enigma cultural de nuestros días. Acostumbrados como están a la pregunta justamente inversa (¿cuál es la razón de la falta de lectura entre los niños?), los adultos se interrogan sin parar y no se explican cómo triunfa un libro así, por qué se lo quitan de las manos. Conozco a jovencitos que se han deleitado, que lo han celebrado y que se han entusiasmado con sus lances, aprovechando fiestas y vacaciones, veranos y Navidades hasta completar la serie entera de sus aventuras. Pero, la verdad, no conozco a muchos papás que confiesen haberlo leído, que admitan haber disfrutado con sus hazañas. La razón de esta negligencia arrogante o descuidada es, seguramente, la escasa consideración que de ordinario le prestamos a la literatura infantil. Y, sin embargo, creo que hay un error en este olvido, un error que agranda la distancia que pueda haber y que, de hecho, hay entre ellos y nosotros. Enmendemos, pues, este descuido y leamos Harry Potter y la piedra filosofal, de J. K. Rowling. Averiguaremos qué conmueve a nuestros hijos, pero, sobre todo, descubriremos qué hay en la infancia, en qué consiste la aventura, qué se libra en la vida, en nuestra vida, y qué es lo que verdaderamente cuenta. ¿Tantas cosas se nos revelarán? Pues, sí, tantas cosas.Creo que los niños y los jóvenes no se equivocan al disfrutar con esta novela. En ella cabe todo o casi todo, las cualidades y mejores tradiciones de la literatura, de la literatura infantil, que son o deberían ser una y la misma cosa. Es una especie de centón, una obra de retales que reúne lo que una ficción así tiene que contener. Es una novela de aprendizaje y de maduración, una novela en la que un niño de diez años (finalmente, once) ha de enfrentarse solo a la vida y al mal. Con tono jactancioso dice Harold Bloom que esta obra no es gran cosa, que no es nada original, que hay en ella ecos de otras que la preceden. Al juzgarla así se priva de leerla, se priva del goce hedonista. Él, que dicta lecciones de lectura, vive angustiado por las influencias y, por eso, se prohíbe oír las voces por temor a confundirlas con los ecos. A nuestros hijos no les sucede lo mismo: irrumpen en ella sin prevención, con la libertad que da el deleite sin culpa, sabiendo que hay en sus páginas todo lo que una buena ficción debe reunir. ¿Y cuáles son estos ingredientes?

Para empezar está escrita sin abusar de la fantasía, buscando la verosimilitud, dando legitimidad al descreimiento del lector a través del propio protagonista. Los niños son extremadamente severos con la inverosimilitud y con la incongruencia -defectos que no nos perdonan y que nos corrigen cuando les contamos un cuento-, y de ellos no podemos esperar la resignación boba ante lo irreal. Cuando aceptamos la fantasía no es porque seamos ingenuos o tontos, crédulos o inmaduros; cuando la aceptamos es porque nos han dado pruebas suficientes de su existencia, porque nos han hecho admitir que efectivamente existe, pese a la resistencia y al escepticismo que le oponemos. ¿No nos ocurre lo mismo cuando le toleramos al narrador que Gregorio Samsa aparezca convertido en un monstruoso insecto? Es a partir de esa leve modificación de las condiciones ordinarias cuando la ficción debe progresar verosímilmente: de ese modo podremos suspender el escepticismo. Por eso creemos en la magia con la que está investido Harry Potter; por eso aceptamos que haya un mundo de magos, dotados de una cualidad que no todos los humanos poseen.

Pero el ser mago no le ahorra a Potter vivir su propia infancia, llena de grandes esperanzas y de zozobras. Harry es huérfano, perdió a sus padres y reside con unos odiosos tíos que lo maltratan. Esas páginas son las de una infancia dickensiana, con una orfandad literal que le obliga a hacerse y a rehacerse solo, y con un internado en un colegio de magos, con ritos de paso, con hazañas. En una palabra, esa infancia es la del aprendizaje y la del saber, con la paulatina revelación de la madurez y de la identidad propia. Pero son también las páginas en las que su protagonista da muestras suficientes de coraje, incluso de temeridad, como Guillermo, como los personajes de Enid Blyton; páginas en las que descubre el valor de la amistad, la camaradería con el ogro bueno que está ahí para ayudarnos, con un adulto imperfecto, incluso monstruoso, lleno de cicatrices y de averías, al modo de lo que nos enseñaran Mark Twain o R.L. Stevenson; páginas en las que Harry Potter debe evaluar el yo y sus herencias sin amilanarse, el destino a que está abocado y que no es otro que el de hacer valer el legado y el nombre de sus padres, como Telémaco con Ulises, pero páginas también en las que las hazañas propias le prueban la calidad noble e irrepetible de su persona.

Como en todo cuento de hadas, hay un villano, alguien quiere robar un tesoro, en este caso la piedra filosofal custodiada por un perro de tres cabezas. ¿Y quién es? Como se nos dice en esta novela, es Lord Voldemort, un antiguo mago bueno que, como Lucifer, optó por el lado oscuro, cayendo, perdiéndose, y contra quien Potter emprende y reinicia la eterna lucha del bien contra el mal, una lucha para la que el perverso cuenta con aliados, con algún traidor que está dentro del colegio. El atrezzo es variado y es, como no podía ser de otro modo, laberíntico. Hay bosques, el bosque como experiencia, como amenaza, como destierro y como aprendizaje, un bosque en el que hallamos unicornios y centauros y en el que Harry debe adentrarse para pasar una noche; y hay pasadizos secretos en los que Potter da muestras de valor y de coraje, pasadizos por los que se avanza al superar pruebas y acertijos. Ese bosque y esos corredores son el escenario del enfrentamiento y de la restauración del orden, una restauración siempre provisional. ¿Y para qué quería el malo la piedra filosofal? Para lograr la inmortalidad, pero sobre todo para lograrla dentro de un cuerpo. Es decir, Lord Voldemort no tiene cuerpo aún y, por eso, puede materializarse de diferente manera para seguir cometiendo sus vilezas. Lo que parece un logro del malo, la inmortalidad incorpórea, en realidad es una carencia y una condena, algo semejante a lo que le sucediera a Drácula. El coraje de Harry Potter impide que Lord Voldemort complete sus fechorías, pero no consigue la destrucción absoluta del mal. Por tanto, el villano no cejará en su empeño y los lectores de esa primera novela adivinan pronto su vuelta, suponen que la serie de las aventuras de Harry Potter continuará, reanudándose esa eterna lucha y confirmando que también para ellos vivir es sobrevivir bravamente. Si después de lo anterior, los adultos nos seguimos preguntando con incredulidad por qué los niños leen las novelas de J. K. Rowling, sólo puede deberse a que padecemos de incuria lectora o a algo más simple, a que hemos olvidado al niño que llevamos dentro.

Justo Serna es profesor de historia contemporánea de la Universidad de Valencia.

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