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En el corazón de las tinieblas

Mario Vargas Llosa

Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II, el rey de los belgas que murió en 1909, no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo veinte. Porque lo que hizo en el África, durante los veintiún años que duró el llamado Estado Libre del Congo (1885 a 1906) fraguado por él, equivale, en salvajismo genocida e inhumanidad, a los horrores del Holocausto y del Gulag. A quienes creen que exagero, y al resto del mundo, ruego que lean a Nearl Ascherson (The King Incorporated: Leopold the Second in the Age of Trusts) o un libro más reciente, publicado en Estados Unidos el año pasado y que un feliz azar puso en mis manos, King Leopold's Ghost, de Adam Hochschild. Así tendrán una noción muy concreta y gráfica de los estragos del colonialismo y serán más comprensivos cuando se escandalicen con la anarquía crónica y los galimatías políticos en que se debate buen número de repúblicas africanas.En el curso de un viaje en avión, el historiador Adam Hochschild se encontró con una cita de Mark Twain en la que el autor de Las aventuras de Huckleberry Finn aseguraba que el régimen impuesto por Leopoldo II al Estado Libre del Congo había exterminado entre cinco y ocho millones de nativos. Picado de curiosidad y cierto espanto, inició una investigación que, muchos años después, ha culminado en este notable documento sobre la crueldad y la codicia que impulsaron la aventura colonial europea en África, y cuyos datos y comprobaciones enriquecen extraordinariamente la lectura de la obra maestra de Conrad, En el corazón de las tinieblas, que ocurre en aquellos parajes y, justamente, en la época en que la Compañía belga de Leopoldo perpetraba sus peores vesanias. La clásica interpretación de Kurtz era la del hombre de la civilización al que un entorno bárbaro barbariza; en verdad, Kurtz encarna al civilizado que, por espíritu de lucro, abjura de los valores que dice profesar y, amparado en sus mejores conocimientos y técnicas guerreras, explota, subyuga, esclaviza y animaliza a quienes no pueden defenderse. Según Adam Hochschild, el modelo que tuvo en mente Conrad para el enloquecido Mr. Kurtz fue uno de los peores agentes coloniales de la Compañía del rey belga, un tal capitán Rom, que, como el héroe de la novela, tenía su cabaña congolesa cercada por calaveras de nativos clavadas en estacas.

Leopoldo fue una inmundicia humana; pero una inmundicia culta, inteligente y desde luego creativa. Planeó su operación congolesa como una gran empresa económica-política, destinada a hacer de él un monarca que, al mismo tiempo, sería un poderosísimo hombre de negocios internacional, dotado de una fortuna y una estructura industrial y comercial tan vasta que le permitiría influir en la vida política y en el desarrollo del resto del mundo. Su colonia centroafricana, el Congo, una extensión de tierra tan grande como media Europa occidental, fue su propiedad particular hasta 1906, en que la presión combinada de varios gobiernos y de una opinión pública alertada sobre sus monstruosos crímenes lo obligó a cederla al Estado belga.

Fue, también, un astuto estratega de las relaciones públicas, que invirtió importantes sumas comprando periodistas, políticos, funcionarios, militares, cabilderos, religiosos de tres continentes, para edificar una gigantesca cortina de humo encaminada a hacer creer al mundo entero que su aventura congolesa tenía una finalidad humanitaria y cristiana: salvar a los congoleses de los traficantes árabes de esclavos que invadían y saqueaban sus aldeas. Bajo su patrocinio, se organizaron conferencias y congresos, a los que acudían intelectuales -algu-nos mercenarios sin escrúpulos y otros ingenuos o tontos- y muchos curas, para discutir sobre los métodos más funcionales de llevar la civilización y el Evangelio a los caníbales del África. Durante buen número de años, esta propaganda goebbelsiana tuvo efecto. Leopoldo II fue condecorado, bañado en incienso religioso y periodístico, y considerado un redentor de los negros.

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Detrás de esa formidable impostura, la realidad era ésta. Millones de congoleses eran sometidos a una explotación inicua a fin de que cumplieran con las cuotas que la Compañía fijaba a las aldeas, las familias y los individuos en la extracción del caucho y las entregas del marfil y la resina de copal. La Compañía tenía una organización militar y carecía de miramientos con sus trabajadores, es decir todos los hombres, mujeres y niños afincados en su territorio, a quienes, en comparación con el régimen al que estaban sometidos ahora, los antiguos 'negreros' árabes debieron parecerles angelicales. Aquí se trabajaba sin horarios ni compensaciones, en razón del puro terror a la mutilación y el asesinato, que eran moneda corriente. Los castigos, psicológicos y físicos, alcanzaron un refinamiento medieval; a quien no cumplía con las cuotas se le cortaba la mano o el pie. Las aldeas morosas eran exterminadas y quemadas, en expediciones punitivas que mantenían sobrecogidas a las poblaciones, con lo cual se frenaban las fugas y los intentos de insumisión. Para que el sometimiento de las familias fuera completo, la Compañía (en verdad, era una sola, aunque simulaba ser una maraña de empresas independientes) mantenía secuestrada a la madre o a alguno de los niños. Como esta empresa apenas tenía gastos de mantenimiento -no pagaba salarios, su único desembolso consistía en armar a los bandidos uniformados que mantenían el orden- sus ganancias fueron fabulosas. Leopoldo llegó, como se proponía, a ser uno de los hombres más ricos del mundo.

Adam Hochschild calcula, de una manera absolutamente persuasiva, que la población congolesa fue reducida a la mitad en los veintiún años que duraron los desafueros de Leopoldo II. Cuando la colonia pasó al Estado belga, en 1906, aunque siguieron perpetrándose muchos crímenes y continuó la explotación sin misericordia de los nativos, la situación de éstos se alivió de manera considerable. No es imposible que, de continuar aquel sistema, hubieran llegado a extinguirse.

El estudio de Hochschild muestra que, con ser tan vertiginosamente horrendos los crímenes y torturas infligidos a los nativos, acaso el daño más profundo y durable que se les hizo consistió en la destrucción de sus instituciones, de sus sistemas de relación, de sus usos y tradiciones, de su dignidad más elemental. No es de extrañar que, cuando, sesenta años más tarde, Bélgica concediera la independencia al Congo, en 1960, aquella ex-colonia, en la que la potencia colonizadora no había sido capaz de producir en casi un siglo de pillaje y saqueo ni siquiera un puñado de profesionales entre la población nativa, cayera en la behetría y la guerra civil.

Y, al final, se apoderara de ella el general Mobutu, un sátrapa vesánico, digno heredero de Leopoldo II por lo menos en la voracidad codiciosa.

Pero no sólo hay criminales y víctimas en King Leopold's Ghost. Hay, también, por fortuna para la especie humana, seres que la redimen, como los pastores negros norteamericanos George Washington Williams y William Sheppard, que, al descubrir la descomunal impostura, fueron de los primeros en denunciar al mundo la terrible realidad en África central. Pero quienes, a base de una audacia y perseverancia formidables, consiguieron movilizar a la opinión pública internacional en contra de las carnicerías congolesas de Leopoldo II, fueron un irlandés, Roger Casament, y el belga Morel. Ambos merecerían los honores de una gran novela. El primero, fue, durante un tiempo, vicecónsul británico del Congo, y desde allí inundó el Foreign Office con informes lapidarios sobre lo que ocurría. Al mismo tiempo, en la aduana de Amberes, Morel, espíritu inquieto y justiciero, se ponía a estudiar, con creciente recelo, las cargas que partían hacia el Congo y las que procedían de allí. ¿Qué extraño comercio era éste? Hacia el Congo partían sobre todo rifles, municiones, látigos, machetes y baratijas sin valor mercantil. De allá, en cambio, desembarcaban valiosos cargamentos de goma, marfil y resina de copal. ¿Se podía tomar en serio aquella propaganda frenética según la cual gracias a Leopoldo II se había creado una zona de libre-comercio en el corazón del África que traería el progreso y la libertad a todos los africanos?

Morel no sólo era un hombre justo y perspicaz. Era, también, un comunicador fuera de serie. Enterado de la siniestra verdad, se las arregló para hacerla conocer a sus contemporáneos, burlando con ingenio ilimitado las barreras que la intimidación, los sobornos y la censura mantenían en torno a los asuntos del Congo. Sus análisis y artículos sobre la indescriptible explotación a que eran sometidos los congoleses y la depredación social y económica que de ello resultaba, fue poco a poco imponiéndose, hasta generar una movilización que Hochschild considera el primer gran movimiento a favor de los derechos humanos en el siglo XX. Gracias a la Asociación para la Reforma del Congo que Morel y Casament fundaron, la aureola mítica fraguada en torno a Leopoldo II como el civilizador fue desapareciendo hasta ser reemplazada por la más justa de un despreciable genocida. Sin embargo, por uno de esos misterios que convendría esclarecer, lo que todo ser humano medianamente informado sabía sobre él y su negra aventura congolesa en 1909, cuando Leopoldo II murió, hoy en día se ha eclipsado de la memoria pública. Y ya nadie se acuerda de él como lo que en verdad fue. En su país, ha pasado a la anodina condición de momia inofensiva, que figura en los libros de historia, tiene buen número de estatuas, un museo propio, pero nada que recuerde que él solo derramó más sangre y causó más destrozos y sufrimiento en el África que todos los cataclismos naturales, dictaduras y guerras civiles que desde entonces ha padecido ese infeliz continente. ¿Cómo explicarlo? Tal vez no sólo la pintura, sino también la historia tenga un irresistible sesgo surrealista en el país de Ensor, Magritte y Delvaux.

© Mario Vargas Llosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2000.

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