Canito, adiós a una estrella truncada
El ex jugador del Espanyol, el Barça y el Betis, entre otros equipos, falleció ayer tras una larga enfermedad y una atribulada vida tanto en los campos como fuera de ellos
Todos se lo temían, pero a todos les sobrevino el mismo pesaroso escalofrío cuando ayer se conoció su muerte. Migueli, Molinos, Rifé, Asensi, Paco Flores, Rincón, Víctor, Rexach... tantos y tantos ex compañeros de fatigas en mil y una batallas futbolísticas. Y es que José Cano López, Canito, nacido en Llavorsí (Lleida) hace 44 años, era muy especial, tenía un espíritu indomable y una atribulada vida, pero se hacía querer y era querido. Por eso ayer, a pesar de que todos conocían sus problemas con la drogadicción y que su enfermedad le había llevado a estar hospitalizado en abril, no dejó de conmocionar la noticia de su fallecimiento llegada desde La Pobla de Montornès (Tarragona) donde residió durante los últimos meses en el domicilio de su hermana. El lunes se le practicará la autopsia.Inmerso en una difícil situación económica, había recibido la ayuda de la Asociación de Veteranos del Barça y del Espanyol, dos de los clubes en los que jugó en la década de los ochenta, en la que llegó a ser considerado el probable sustituto de Pirri en el Real Madrid y en la que vistió en una ocasión la camiseta de la selección absoluta. Al final fichó por el Barça, que pagó 40 millones de pesetas al Espanyol por su fichaje. Dos temporadas después, y formando parte de la operación por el pase de Urruti al club azulgrana, regresó a Sarrià. A pesar de la calidad que atesoraba, de sus excelentes dotes técnicas y de sus condiciones físicas, que le permitían jugar en casi todas las posiciones -preferentemente lo hizo en el eje de la defensa-, nunca logró asentarse en un equipo.
Molinos, ex jugador y ahora director deportivo del Espanyol, lo resumió ayer: "Todos dicen que lo tuvo todo para triunfar. Y es cierto en cuanto a sus dotes futbolísticas y a su corazón como persona. Pero el resto era muy duro: sin padres, con un entorno que se aprovechó de él, con su fracasado matrimonio...".
Su padre murió cuando él era muy pequeño y su madre lo internó en el colegio La Salle de Nuestra Señora del Port, donde se crió entre huérfanos y abandonados. Pero odiaba los libros y aquel patio de recreo con ocho porterías se le quedó corto. A los 14 años se largó, y empezó una vida callejera en uno de los barrios más pobres y desatendidos de una Barcelona preolímpica con profundas desigualdades sociales. Rozó el límite de la delincuencia y en el mejor de los casos se dedicaba a descargar cajas en Mercabarna.
La Peña Barcelonista Anguera le fichó siendo un juvenil, le dio 500 pesetas cada domingo para comida, pero no pudo colocarle en los equipos inferiores del Barça. Al final recaló en el Lloret, y fue allí donde, al coincidir con otro Cano, se le empezó a llamar Canito. Los dos Cano y Ventura formaron un trío tan famoso en la localidad de la costa gerundense que el Espanyol se interesó por él. Canito pasó el examen, salvó la reválida como cedido en el Lleida y regresó al Espanyol, donde José Emilio Santamaría le hizo debutar, con 20 años, en un partido contra el Real Madrid, que ganó el conjunto catalán (4-1).
Luego vino la mili, la cesión al Cádiz, aquella tarde en el Camp Nou en que le hizo un globo a Cruyff y la vuelta al Espanyol. Por fin pudo comprarse un 1430 metalizado, gastarse 250.000 pesetas en un traje exclusivo, salir con la rubia más despampanante de Bocaccio, llenar de regalos a sus amigos de las casas baratas y costearle un viaje a Estados Unidos a un compañero.
En la cúspide de su carrera, el año 1979, fichó por el Barça. Él, que constantemente necesitaba ser adulado, que le preguntaran dónde se había comprado aquel BMW verde, aquel traje calcado al de Paul Newman o en cuál de los cuatro pisos de su propiedad vivía, apenas llegó a sentirse comprendido en el Barça, donde sólo sintonizó con Kubala, el único de los tres entrenadores que tuvo entonces, que le alineó como libre. Lo peor es que ni siquiera el Camp Nou le amilanó, y mantuvo su conducta extraña: llegó a aplaudir ante su propia afición azulgrana los goles pericos de Morel en Alicante o de Urbano en el Bernabéu y explotó en un partido de Copa contra el Lleida, cuando, expulsado, abandonó el estadio haciendo un corte de mangas. Teniendo todavía ficha con el Barcelona, se fue de gira por Suramérica con el Espanyol de Maguregui. Hizo cosas de todos los colores. Tras sufrir otra expulsión en la final del Trofeo Ibérico contra el Atlético de Madrid, bajó a la caseta arbitral de aquel campo de Badajoz y metió la ropa de calle de los colegiados en una bañera llena de agua. Acabó también de mala manera su segunda etapa en el Espanyol. Entonces el Betis le ofreció un contrato por tres temporadas. Allí quedan recuerdos de su boda y de sus excentricidades. Una mañana pidió cambio de 5.000 pesetas en billetes de 100, y a cada niño que le pedía un autógrafo le daba 20 duros. Bastaba decir que cualquiera podía ir de su parte a comer en un conocido restaurante que luego le pasaba la factura.
Harto de que en Sevilla se hablara mejor de Mantilla que de él, se largó al Zaragoza. Momentos antes de coger el avión se dio cuenta de que no tenía dinero para pagar el billete: acababa de prestarle 100.000 pesetas a un amigo. Pasó un año en el Os Belenenses, regresó al Lloret y se retiró asegurando que el fútbol le aburría. Volvió fugazmente para jugar sin cobrar en el modesto Gimnàstic Iberiana, el club de su barrio. A partir de entonces su vida fue dando tumbos. Muchos de sus ex compañeros le ayudaron. Pasó muchas dificultades económicas y no acabó de resolver sus problemas con las drogas. Realizó algunos trabajos modestos, vivió como pudo y poco a poco fue dejándose de saber de él. Hasta ayer.
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