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Reportaje:GALILEO

Paseo por el último valle

La Iglesia de Roma que, impregnada de eternidad, tarda siglos en abjurar de sus errores, pidió perdón recientemente a Galileo, lo que equivalía a reconocer por fin que la Tierra gira alrededor del Sol y que no es precisamente el centro del universo, sino un planeta de tres al cuarto, un arrabal de las galaxias.Adelantándose al perdón vaticano, en los inicios del siglo que termina, el callejero madrileño dedicó una de sus nuevas y más modernas vías, la más amplia de la barriada de Vallehermoso, al físico, astrónomo y matemático de Pisa que, al margen de sus contenciosos celestes con los doctores de la Santa Iglesia católica, colaboró como mecánico de lujo en la realización de la estatua ecuestre del rey Felipe IV que domina la plaza de Oriente. El trabajo de Galileo consistía en calcular los contrapesos necesarios para que el caballo de Su Majestad pudiera mantenerse por los siglos de los siglos en equilibrio sobre sus patas traseras, congelado en una pose que realzaba la majestuosidad del jinete y reforzaba su real prepotencia. El escultor Pietro Tacca contó para la ocasión con otro colaborador de excepción, el pintor Diego Velázquez, retratista de cabecera de la corte.

A Galileo, espíritu emprendedor, le cuadraba una calle fronteriza en un barrio pujante que ensanchaba la ciudad y le ganaba terreno a las huertas y fincas cercanas al cerro del Pimiento, que avanzaba y se implantaba sin temores supersticiosos sobre cementerios abandonados. Lo de Vallehermoso era un piadoso eufemismo para describir este valle de Josafat, que no era más que un escarpado y lúgubre barranco cuyo fingido río era el Canal de Isabel II. Barrio pionero que poblaba descampados y camposantos.

Cuando el alcalde Barranco inauguró el centro cultural del barrio en lo que habían sido las viejas cocheras y depósitos de la funeraria desapareció uno de los últimos rastros fúnebres de la zona. Pedro de Répide, en sus crónicas de los años veinte, ya reclamaba el cierre de las instalaciones con buenos argumentos, que tardaron décadas en ser escuchados: "Después del aumento de la población por ese lado de la Villa, queda esta calle afeada y, además, con grave peligro de la salud del vecindario por el enorme cocherón de los carruajes fúnebres que se halla en ella".

La parte más noble del cocherón, rehabilitada y reinsertada en el paisaje ciudadano, alberga hoy un moderno teatro de mediano aforo, algo marginado de los circuitos comerciales, banco de pruebas y, a veces, caja de sorpresas.

Junto al centro cultural se abre un jardín implantado sobre un previsible aparcamiento, con árboles de porte aún no muy alto, entre los que destacan las hojas oscuras de los prunos. En la cancha deportiva aislada por la malla metálica, dos equipos de fútbol sala, perfectamente uniformados y conformados por hombres maduros y mayoritariamente calvos, pugnan con denuedo y seriedad por la posesión de la bola entre sofocos, gritos de ánimo, pullas verbales e interjecciones varias. Partido muy competido, que tiene como únicos espectadores a un jubilado que toma el sol en un banco sobre un cojín de periódicos y a un escolar con mochila que contempla la escena con expresión de asombro.

El antiguo edificio funerario mantiene la prestancia del viejo y humilde ladrillo, muy frecuente en otros inmuebles del barrio. Casi frente a él subsiste arrinconada una casa de modestas viviendas, con trazas neomudéjares, una pequeña joya artesana con diminutos balcones de arcos apuntados, frisos y filigranas, obra de un arquitecto anónimo que, tal vez destinado a construcciones de más envergadura, redujo la escala de sus sueños al tamaño de una miniatura.

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Peor suerte han corrido otras edificaciones del mismo estilo y mayores proporciones, como el colegio de la calle Blasco de Garay, cuya puerta principal ha sido ampliada y repintada con las franjas blancas y rojas que son el distintivo de los garajes.

La plaza del centro cultural y municipal Galileo, se cierra al oeste por Blasco de Garay con la fría y colosalista mole de la iglesia del Santísimo Cristo de la Victoria, la primera parroquia construida en Madrid después de la guerra civil en cumplimiento de una promesa del obispo de Madrid y patriarca de las Indias Occidentales, don Leopoldo Eijo Garay, que en agradecimiento a la ciudad de Vigo, donde estuvo refugiado durante la contienda, consagró el templo al santo y victorioso patrón de la ciudad gallega. Remata la portada soportalada un ángel victorioso y trompetero, adjudicado al prolífico Juan de Ávalos. Un ángel que hasta hace poco parecía forzado por su entorno a confundirse con el temido heraldo del juicio final y a ponerle música a la tremenda letra del Apocalipsis.

A Galileo le buscaron raros acompañantes en el callejero de Vallehermoso, como Fernando el Católico o Meléndez Valdés, idílico y bucólico vate dieciochesco al que le ha caído en suerte una calle algo más plácida que sus aledañas y que conserva algún que otro edificio fin de siècle con amables cariátides y gárgolas aburguesadas. En esta zona funcionan algunos de los más veteranos talleres de automóviles que en su día dieron pruebas de la vocación dinámica y moderna de un barrio que desemboca en la algarabía estudiantil de la cercana Moncloa.

En la zona universitaria, las viejas tabernas y los obsoletos cafés dieron paso a tiendas de moda y locales de comida rápida, pero en la parte de Galileo aún quedan magistrales tabernas ilustradas como Casa Ricardo, toda una cátedra gastronómica, o La Zamorana, que exhibe sus tradicionales azulejos y proclama hoy, con cambio de nombre incluido, su especialidad en bacalao, con el atún, el más madrileño de los pescados marinos.

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