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Reportaje:

ENCUENTROS EN LISBOA

La capital de Portugal se convierte, en manos de John Berger y Katya Berger Andreadakis, en un inmenso puzzle humano en el que se reconocen los rostros de los lisboetas de hace 500 años. La ciudad es, aún, el perfecto envoltorio de los retratos que pintó Nuno Gonçalves en 1460

Hemos venido a Lisboa a examinar un retrato pintado hace más de cinco siglos y cuya "semejanza" quizá mantenga su validez, ya que sigue pareciendo real. Un retrato de la ciudad en seis paneles.Después de pasar las aduanas en el aeropuerto, vemos, entre todas las personas que han venido a recoger a viajeros a los que no conocen y por eso sostienen pedazos de cartón con nombres escritos en ellos, a un hombre que está en el cuadro. Su nombre cayó en el olvido hace mucho, pero nos es fácil reconocerle porque se parece a Pasolini. Su rostro tiene la misma expresión de deseo y presentimiento. En el cuadro se encuentra de pie, en la parte más alta del cuarto panel. En el aeropuerto nos ve -se le escapan muy pocas cosas-, pero no hace ninguna señal. El mero hecho de que esté allí es la señal. Había ido a asegurarnos a nosotros, que habíamos viajado desde tan lejos, que los demás, sus compañeros, nos aguardaban.

El cuadro, con sus seis paneles de madera, muestra a los dignatarios y el pueblo de Lisboa venerando a su santo patrono, San Vicente. Las personas son de tamaño natural. Lo pintó en 1460 Nuno Gonçalves, para la catedral. Luego se perdió y apareció en 1882 en el monasterio de São Vincente de Fora. Hoy se encuentra en el Museo de Arte Antiguo.

Vamos a la iglesia de São Vincente de Fora el domingo de Ramos. Una pequeña multitud de ancianas acompañadas de sus nietos, con los brazos cargados de juncos, laurel, romero y claveles, esperan a que les bendigan. Junto al altar mayor, antes de decir misa, el joven sacerdote -parece casi un adolescente- se quita las gafas y las limpia con sumo cuidado, cogidas entre el índice y el pulgar, con su túnica de color carmesí. Cuando se las vuelve a colocar en la nariz puede ver con toda claridad y examina a la congregación sin dureza ni indulgencia, sin dramatismo ni retórica. ¿Es posible que la ciudad tenga una ley no escrita: "No exageremos, que la vida ya es, en sí, bastante exagerada"? El cuadro parece sugerirlo, pero todavía no sabemos por qué.

Una joven que modula su voz de tal manera que sugiere, en la inmensidad de la iglesia, el horizonte exterior, canta un oratorio como si fuera un fado. Se dice con frecuencia que Lisboa es la ciudad de la saudade, que suele traducirse por nostalgia, y que los fados son las canciones populares que representan ese espíritu.

Aquí habría buenas razones para sentirse nostálgico. En el siglo XV, después de abrir las rutas comerciales hacia África Occidental, India, China y Brasil, Lisboa era una de las capitales más ricas de Europa, gracias a la importación de diamantes, oro y especias. Un ejemplo: ¡120 toneladas de clavo al año!

Mientras andamos por una estrecha calle del barrio de Alfama, bajo un aguacero de lluvia atlántica, nos topamos con un olor acre a canela y pimiento rojo; las últimas huellas de la antigua riqueza, que persisten en platos de pobres.

En esa misma calleja entramos en un café pequeño, del tamaño de una caravana, en el que bebemos cerveza y nos sirven alubias para picar. Junto a nosotros dos hay cinco hombres que son claramente clientes habituales. Uno de ellos, un viudo de setenta y tantos años, cuenta historias sobre las exageraciones de la vida. Lleva una gorra de plato nueva sobre la cabeza, que acentúa su rostro gastado. Se llama Sebastião. En el cuadro es un obispo -justo debajo de Pasolini- que duda de que alguien haya creído alguna vez sus largas homilías, y esa duda constituye la tristeza de su sinceridad.

Lisboa fue en otro tiempo una ciudad de grandes navegantes, cruzados armados hasta los dientes, comerciantes despiadados, ricos tratantes de esclavos; los documentos del siglo XVI muestran que, durante sólo tres años, aproximadamente 400.000 almas sufrieron en barcos portugueses el Cruce Central, el viaje desde África Occidental hasta Brasil.

En 1775, Lisboa quedó destruida por varios maremotos y un terremoto que duró varios días. Según los cálculos de los expertos, ya debería haber habido otro seísmo. No obstante, nostalgia no es la palabra adecuada. Viena es por excelencia la ciudad de la nostalgia de las glorias pasadas. Y su nostalgia es asfixiante. A Lisboa la barren demasiados vientos.

En una isla peatonal cercana al Jardín de los Mártires, encendemos cada uno una vela en una especie de tienda metálica del tamaño de un cochecito de niño, en la que un centenar de velas, o más, se tocan unas con otras mientras parpadean y arden, protegidas del viento. Una ciudad tan inclinada y abierta hacia un océano como éste no puede ser nostálgica. Al mismo tiempo, Lisboa es la ciudad más occidental del continente y, por tanto, la más próxima a la puesta de sol.

Las costas occidentales de Europa sobre el Atlántico, desde las Highlands de Escocia hasta Galicia pasando por Donegal en Irlanda, Lands End en Inglaterra y Bretaña en Francia, evocan sueños de irse hacia el oeste y hablan de los millones de personas que se fueron y a quienes el sol recuerda cada tarde al ponerse. Los que se fueron y desaparecieron en el mar o descubrieron nuevos continentes de experiencia.

Recordar el pasado en presente, sí; nostalgia, no. Es una distinción sutil pero, en los retratos, las distinciones sutiles son cruciales.

Por supuesto, en el cuadro no hay ninguna ciudad inclinada. No hay más que 58 personas de pie, en una especie de retrato pintado al estilo flamenco (Van Eyck, que influyó en Gonçalves, visitó Lisboa hacia 1420). El mártir San Vicente, que ocupa el primer plano, aparece representado dos veces. Se ha identificado a algunos de los que le rinden homenaje: el rey Alfonso V, su tío Enrique el Navegante -que creó una escuela de marinos e inventó una brújula-, el Arzobispo... Los demás -pescadores con sus redes, monjes, un médico, un arquitecto, un judío, un escribano, ambiciosos y modestos de todo tipo- han acabado siendo anónimos. Cada rostro es muy personal, pero todos comparten algo. Y lo que los 50 rostros tienen en común, lo que tal vez hace que formen una misma ciudad, es una determinada actitud ante la vida. ¿Cómo acercarse para desentrañar esa actitud?

Estamos en uno de los famosos tranvías amarillos, tan famosos como los de San Francisco, porque han sido muy filmados en los últimos años. Tal vez sean, junto con Un tranvía llamado deseo, los únicos que han llegado a estrellas.

Los conductores de tranvías conducen como marineros, como si todo el rato estuvieran tirando de cuerdas y atando nudos en vez de manejar volantes y palancas. Detrás del conductor, los pasajeros van sentados o de pie; hay muchas mujeres (por desgracia, no hay ninguna mujer corriente en el cuadro) y tienen una tranquila familiaridad, como si estuvieran sentados en su casa o de pie en sus tierras.

Herculano, joven y procedente del campo, está de pie junto al conductor; trabaja en una plantación de corcho y se dedica a pelar los troncos de los alcornoques más viejos; acepta lo que va a sacar de la vida. Todo eso, y nada más. En el cuadro, está en la fila superior, el tercero por la derecha.

Este tranvía es una habitación que se desliza sobre raíles entre otras habitaciones. Sube, se estremece, se vuelve hacia una escalera, baja, hace un ruido semejante al de un cuchillo que se afila en la cocina, espera, vuelve a arrancar, pasa entre tiendas, portales, dormitorios, salones con televisión, jaulas de pájaros, un perro con las patas en el alféizar de la ventana, armarios que llevan años cerrados y cuya llave se ha perdido, y, mientras tanto, mientras se tambalea por su recorrido, casi toca las ventanas abiertas del primer piso o las puertas que dan a la calle, y deja sólo el espacio suficiente para quienes saben aplastarse contra un muro. ¿Es posible que esa capacidad de aplastarse, que tienen incluso los gordos, esté relacionada con la actitud que intentamos desentrañar? Portugal es un país demasiado estrecho, aplastado entre la masa de Europa y el océano.

Volvemos al cuadro y su curiosa perspectiva. Se desarrolla como la ciudad, la ciudad con sus siete colinas empinadas, sus tres funiculares, sus escalones, su pequeña torre de hierro forjado, Santa Justa, propiedad de la empresa de tranvías, en la que el ascensor se limita a subir y bajar a la gente; juega con los niveles de la mirada. En la parte delantera, la vista desciende bruscamente para observar el suelo de parqué pintado en el que se están arrodilladas 10 figuras. Y, al contemplar a todos los ciudadanos que están de pie en las dos filas posteriores, con unas caras tan grandes como las de los que están delante, se les mira hacia arriba, desde muy abajo. Lo extraordinario es que, aunque se supone que esos ciudadanos están a la misma altura pero más lejos que los principales protagonistas, lo que parece es que están de pie, aplastados contra una pared, en una galería que sobresale hacia adelante.

Están, como si dijéramos, arriba, mirando todo lo que no aparece en el cuadro, y no hay dos que miren en la misma dirección. De pie en su estrecha cornisa de Portugal, si se les observa uno por uno, parecen contemplar todo sin una pizca de retórica ni exageración.

En un poema sobre su propia vida, vista después de su muerte, Fernando Pessoa escribía:

"Comprendí que las cosas son reales y todas

diferentes entre sí;

lo comprendí con los ojos, nunca con el pensamiento".

En el barrio de Baixa, donde Pessoa trabajaba en un banco, se celebra una carrera de larga distancia. El circuito pasa repetidamente alrededor de varias manzanas de tiendas elegantes, bancos, agencias de viaje. Los tranvías y automóviles tienen que esperar o detenerse. Nadie muestra la menor impaciencia. Cada cosa a su tiempo, en esta mañana de domingo.

Hay varios cientos de corredores, incluidas unas cuantas mujeres. Muchos hombres tienen más de 50 años. Corren bien, a velocidad constante, animándose unos a otros, con largas zancadas que marcan el ritmo sobre los adoquines de las calles, entre las vías del tranvía. No hay virtuosismos. No hay abierta competencia. Es en sí, para todos los corredores, una victoria, más que una carrera. Vemos un rostro distorsionado por el esfuerzo en una especie de sonrisa que reconoce su propio nombre, Costa, y todo lo que le ocurre y le ha ocurrido a Costa. Luego vemos otra sonrisa similar en las caras de Madalena, Joachim, Luiz...

Ésta no es una ciudad que se complique la vida.

No, es una ciudad que espera, que sabe que el breve instante para las complicaciones ya llegará.

Un joven en el quinto panel -puede ser el marqués de Montenor- está pensando seguramente en la muerte.

Cogemos un tranvía hasta el cementerio de los Placeres. El signo que indica el destino del tranvía dice simplemente Prazeres. Como casi todos los demás monumentos de Lisboa, el cementerio está sobre una colina. Las calles del camposanto están adornadas de altos cipreses. Los sepulcros, llamados jazigos (lugares para yacer), son pequeñas residencias de piedra. Un jazigo típico suele tener una puerta de metal con dos ventanas y cortinas de encaje en el interior. Atisbamos a través del encaje y vemos, a cada lado de la puerta, tres filas de ataúdes con cubrecamas, alfombras, fotos, almohadas, flores, una Virgen, un osito de peluche, un tranvía de juguete. En una quizá había una jaula vacía. Lo que no podemos ver es si las puertas tienen picaportes por dentro.

El hombre en la oficina situada junto a la entrada del cementerio tiene cara de marinero. Ahora que lo pienso, los jazigos tienen el tamaño de pequeños camarotes de barco. Para responder a la pregunta de un visitante se ha inclinado sobre el mapa. Como muchas personas tranquilas, posee un cuello robusto. Le reconocemos: segunda fila desde arriba, en el segundo panel; un pescador, en aquella época.

Ahora estamos en la Praça da Allegria, la Plaza de la Alegría. Un pequeño parque público con olmos, palmeras y jacarandás. En la hierba unos pollos buscan lombrices. Hay una placa floreada que conmemora a Alfredo Keill, autor del himno nacional portugués. En un banco del parque está sentada, muy quieta, una anciana que lleva un paraguas. Nos parece que mira a uno de los pollos. Entonces se levanta, se da la vuelta y camina, usando el paraguas como bastón, hacia nosotros. Mientras camina, se ríe. Se detiene ante nosotros, todavía sonriente.

Hay algo que no deben olvidar, dice, es más, deberían saberlo, y es esto. Los muertos no permanecen donde se les entierra.

Asentimos.

Tengo que irme a ver la puesta de sol, como todas las tardes, añade.

La seguimos de lejos mientras sube la colina.

Lisboa es una ciudad que perdona muchas crueldades de la vida. Al recordar el pasado, tal vez da muestras de cierta indulgencia. Al recordarlo por segunda vez, recupera el dominio de sí misma. Al recordar el pasado por tercera vez, espera a ver qué va a suceder después.

John Berger (Londres, 1926) es autor de libros como Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible (Ardora Ediciones, 1997) y Lila y Flag (Alfaguara, 1993).

Guía práctica de la ciudad

Información:Oficina de Turismo de Lisboa (915 22 62 75).

Cómo ir.

Portugalia Airlines (902 10 01 45) vuela a Lisboa desde varios aeropuertos españoles; la tarifa desde Madrid es de 24.000 pesetas, más tasas, ida y vuelta (32.000 pesetas desde Barcelona).

Hasta el 30 de septiembre, Iberia (902 40 05 00) y TAP (901 11 67 18) disponen de una oferta para volar a la capital portuguesa desde Madrid por 12.000 pesetas (ida y vuelta, más tasas), haciendo la reserva al menos cuatro días antes, y permaneciendo en el destino un mínimo de cuatro días y un máximo de diez; el precio del billete desde Barcelona es de 32.000 pesetas.

Dormir

. York House (00 351 21 396 24 35); Rúa das Janelas Verdes, 32; ubicado en un antiguo convento del siglo XVII; alrededor de 20.000 pesetas la habitación doble con desayuno. Pensión As Janelas Verdes (00 351 21 396 81 43). Pensión Avenida Parque (00 351 21 353 21 81). Avenida Sindonio Pais, 6; con vistas al parque Eduardo VII; 6.000 pesetas. Pensión Londres (00 351 21 346 22 03). Rúa Don Pedro V, 53; en torno a 6.000 pesetas.

Comer.

Tavares (00 351 21 347 09 06). Rúa da Misericordia, 35-37. El restaurante más antiguo y bonito de Lisboa. Precio medio del menú, 8.000 pesetas. Pap'Açorda (00 351 21 346 48 11). Rúa da Atalaia, 57. Un local muy popular en el Barrio Alto; 4.000 pesetas. Cervejaria Trindade (00 351 21 342 35 06). Rúa Nova da Trindade, 20; techos abovedados y mosaicos con motivos masónicos, en uno de los lugares más frecuentados del Barrio Alto; 3.000 pesetas.

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