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Generación nómada

EL ALPINISMO A SALTO DE MATA

Iñaki Otxoa de Olza tenía 5 años la última vez que aspiró a tener una profesión reconocida. Entonces, de acuerdo con el estado de ánimo de un niño, proclamó sus deseos de boxear o conducir una excavadora para ganarse la vida en un futuro que nunca imaginó tan libre. Iñaki es alpinista, tiene 33 años y nunca ha conocido un trabajo fijo. Vive a salto de mata entre Pamplona y Katmandú, la capital de Nepal que ha visitado 14 veces en los últimos 10 años. Acumula tantos meses de existencia en diferentes campos base como impresos maneja un funcionario al cabo de su jornada laboral y tiene claro que la vida no se llena con años de existencia sino con experiencias.Sus necesidades nacieron en las páginas de un libro que su padre, escritor, le regaló en 1980: El Everest sin oxígeno, de Reinhold Messner. El alpinista más innovador de la historia le subyugó. "Lo leí y lo releí hasta el infinito. Era como si leyera un libro sobre un viaje a la luna. Me parecía imposible llegar a conocer un día la montaña más alta del planeta", recuerda.

A primeros del pasado mes de junio, Otxoa de Olza regresó de su última expedición... al Everest, tras un segundo intento de escalada sin ayuda de oxígeno artificial. Sin éxito. ¿Frustrado? Sí y no. El alpinismo implica renuncias y viajes baldíos que no hacen sino más estimulante el regreso, porque de lo que se trata en definitiva es de seguir en danza, de idear proyectos y llevarlos a cabo, de no salirse de un camino que Iñaki vislumbró temprano: "Nada más descubrir la escalada en roca, a los 16 años, el alpinismo pasó a ser una dedicación mental exclusiva. Me matriculé en filosofía [en la Universidad de Navarra], pero el Opus pudo conmigo en dos años. Daba igual. Algunos ven la posibilidad de ganar dinero y se lanzan de cabeza, pero yo me dí cuenta de que podía vivir con poco y soportar sin problemas esa angustia del que no tiene un trabajo remunerado y ha de buscarse el pan".

Iñaki reconoce haber nacido en el "lado bueno" del mundo, en el momento adecuado, donde todavía es posible escoger un estilo de vida. El discurso sobre los sueños o la realización personal, está a la baja, silenciado por la ferocidad de una sociedad de consumo a la que la mayoría se adhiere de forma mecánica, sin preguntarse qué ocurre cuando uno osa prolongar un poco más los sueños de infancia. "Me he educado para ser austero, para no crearme necesidades superfluas y veo que no tengo más referencias que mis expediciones: ni casa propia, ni hijos o pareja estable, ni un sitio en una oficina. Pero no me siento desubicado porque sé de dónde procedo, adónde voy y con quién puedo contar", asegura.

Sólo hay una crítica que Iñaki rebate con dificultad: si le llaman egoísta, tiene que aceptarlo y reconocer que su pasión por la montaña angustia a sus próximos. "Reconozco que es muy fácil morir en el Himalaya. Acepto sin traumas ese riesgo, pero me preocupa el daño que puedo causar, porque he visto cómo se quedan los que pierden a un ser querido en la montaña". La paradoja deja perplejos a los profanos, que se rascan la cabeza para entender qué puede ofrecer una actividad sobre la que planea tan descaradamente la muerte. Sin embargo, los que, como Iñaki, aceptan el riesgo no hacen otra cosa que huir de la muerte en vida, de una existencia plana, perspectiva mucho más deprimente que la de una desaparición repentina entre el hielo.

El Everest, esa luna improbable de su infancia, no deja de cruzarse en su ruta: el año que viene regresará, quizá contratado por una poderosa agencia neozelandesa para conducir a alpinistas inexpertos hasta la cima más solicitada del planeta. Sus proyectos no van más lejos, su declive físico no llegará hasta que cumpla medio siglo, calcula. Y entonces, dice, el reto consistirá en encontrar alguna forma de seguir vivo y con vida.

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