_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Iluminación íntima de Anna Bergman

Hace cosa de dos décadas, uno de los artistas más eminentes de este siglo, el coloso del cine sueco, el viejo, hosco, angustiado, dolorido y ahora también solitario Ingmar Bergman, que siempre hurgó con las raíces de sus películas en algunas delicadas y frágiles zonas muy cercanas a su propia vida y a sus experiencias más íntimas, pero que por respeto a sus muertos, y probablemente también a sí mismo, nunca se había atrevido a vulnerar la frontera del secreto biográfico y dar un salto de lo fabulado a lo ocurrido, rompió por fin la contención del pudor e irrumpió con el estrépito de una cámara dentro de los silenciosos y oscuros interiores de su sangre, en los pasajes del tiempo pasado por donde surgió y se extinguió su familia.Dio este salto en las retorcidas y coléricas galerías por donde corre el flujo secretamente suicida de Fanny y Alexander. Pero al ver ya hecho, ya objeto, con la calma de quien contempla algo ajeno, aquel febril prodigio de indagación en su memoria, cuentan que Ingmar Bergman tuvo un escalofrío de miedo y decidió no volver a ponerse detrás de una cámara para seguir hurgando en oscuridades de paredes adentro. Arguyó cansancio. El miedo cansa. Y dejó que otros hicieran por él sus películas más suyas, más necesarias. Temía probablemente Bergman a la violencia de su estilo cruel y poco inclinado a la piedad, y no quiso iluminar, porque tal vez hecha por él esta iluminación se convirtiese en tiniebla, la interioridad de su madre, Anna Bergman, un inmenso y fascinante personaje losa, que le obsesionó y que necesitaba averiguar, indagar y luego contar.

Y mientras él torcía renglones y más renglones de escritura a tumba abierta, eligió para que sembrasen en ellos luz de cine a gente tan libre, ecuánime, generosa y apacible como Bille August, que ideó en 1992 la exquisita arquitectura emocional de Las mejores intenciones; a Liv Ullmann, amiga y ex mujer, que filmó en 1997 con absoluta luminosidad el otro lado, el oscuro, del rostro de Anna Bergman en Confesiones privadas; y a Pernilla August, suave pero recia, portentosa actriz, uno de los rostros más hermosos y transparentes que existen, que transfiguró en ambas formidables películas el rostro de la compleja mujer que interpreta, esta intensa Anna Bergman que ahora ennoblece nuestras humilladas pantallas, una honda, amarga y trágica personalidad, que su hijo, un artista ya exiliado en el umbral de la espera de la muerte en una gélida isla báltica sólo poblada por él, ha convertido paso a paso, a golpes de amor y de rencor, en un personaje universal, de pura estirpe nórdica y con la poderosa fuerza transgresora de la Hedda Gabler de Henrik Ibsen; y quizás también una especie de sombra realista, cercana, reconocible de la lejana Señorita Julia de August Strindberg.

Hace unos años pasó por las carteleras españolas a toda velocidad, sin pena ni gloria, como si se tratara de una aburrida medianía, la hermosura de Las mejores intenciones. Y la primera iluminación íntima de Anna Bergman pasó casi inadvertida. Ahora está aquí Private confessions o Confesiones privadas, pero como su hermana mayor también casi escondida en unas cuantas pequeñas salitas que -rodeadas de centenares en las que se proyectan espectaculillos mecánicos simuladores de arte- sostienen todavía lo poco que queda aquí del honor del cine. Ha esperado la segunda iluminación de Anna Bergman, un monumento del cine europeo -ciertamente un monumento complejo y no hecho para tragaderas adictas a lo fácil- casi tres años para encontrar una pantalla desde la que dejar ver, a quienes quieran y sepan verlo, el inabarcable gesto de talento cinematográfico que lleva dentro este tierno esfuerzo introspectivo de un hombre por rescatar de sí mismo a su madre muerta, tal vez para reanudar en ella la idea más radical del cine que existe, la forjada por el maestro de Bergman, Carl Theodor Dreyer en La palabra, de la imagen como única antesala del milagro de la resurrección. Y hay algo de este hermoso esfuerzo demente en la terca pasión de Bergman por remediar, con el milagro de dos iluminaciones íntimas, la ausencia de su madre.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_