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LA OFENSIVA DE ETA

La policía sospecha que ETA usó la tregua para tejer una red de cómplices no fichados

El 'comando' fue avisado desde Tolosa de que Jáuregui había vuelto y no disponía de escolta

La primera pregunta que se hace la policía tras producirse un asesinato de ETA es obvia: ¿quién disparó? Hay otra, sin embargo, mucho más inquietante, más difícil de responder, reveladora del abismo diario que se vive en el País Vasco: ¿quién fue el vecino de Tolosa que avisó al pistolero de que Jáuregui acababa de regresar? La policía sospecha que la banda no sólo aprovechó la tregua para reorganizar a sus comandos, sino también para tejer una extensa red de colaboradores. Vecinos de las víctimas, soplones sin armas ni antecedentes, destinados a proporcionar información al comando de asesinos.

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Hace dos meses y medio, Mari Paz Artolazábal, profesora de euskera y viuda de José Luis López de Lacalle, el viejo luchador antifranquista asesinado por ETA en Andoain (Guipúzcoa), se dirigió así a sus vecinos: "Cobardes andoaindarras. Les ayudásteis para que lo hicieran...". No lo podía decir más claro. El asesino de su marido había venido de fuera, pero no así el que le informó de a qué hora compraba los periódicos, en qué cafetería desayunaba, por dónde volvía a casa cada mañana. Los agentes de la lucha antiterrorista consultados aseguran que el atentado de ayer en Tolosa se parece al de Andoain precisamente en eso: "No es posible que un comando de ilegales -miembros de ETA fichados por la policía- planee y ejecute un atentado de este calibre sin la ayuda previa de gente del pueblo, colaboradores sin fichar, personas próximas a la organización terrorista y con unos cauces muy eficaces para transmitir la información".El resultado es para echarse a temblar. No más de una semana han tardado los asesinos en enterarse de que Juan María Jáuregui había vuelto de Chile, paseaba por Tolosa sin escolta, gustaba de tomar un vino en tal o cual taberna. No más de una semana han tardado en matarlo. El asesino y su compinche salieron huyendo. La historia de ETA demuestra que, por muy escurridizos que sean, todos los sicarios terminan siendo atrapados o abatidos en un tiroteo. Más tarde o más temprano, son condenados por los jueces, aislados en una prisión. Pero, ¿y los que les proporcionaron una información tan mortífera?

Jaime Mayor Oreja, el ministro del Interior, se preparaba ayer en Madrid para felicitarse públicamente de la detención en Zaragoza de dos pistoleros de ETA cuando sonó su teléfono. Era la noticia de otro asesinato. El séptimo en medio año. Mayor Oreja habló de firmeza frente a la barbarie. "Los zarpazos de ETA", dijo, "no conseguirán que el Gobierno modifique su política antiterrorista". Antes de partir hacia Tolosa, el ministro mandó un mensaje de consuelo a la familia de Jáuregui y a todo el PSOE. También pidió serenidad: "No debemos caer en el desánimo que pretenden los terroristas. Por duras que sean las circunstancias, más que nunca tenemos que reiterarnos en que la sociedad española no se va a dejar doblegar por esta banda de asesinos, que sólo saben crear odio, rencor, miedo, hastío...".

También son unos expertos del engaño. Durante un tiempo fue una sospecha, pero ahora se sabe a ciencia cierta que ETA aprovechó el año de tregua para recuperarse de los sucesivos golpes que le había asestado la Guardia Civil. Los dirigentes de la organización terrorista llegaron al convencimiento de que sus comandos estaban infiltrados. Durante los días que agentes de la Ertzaintza siguieron los pasos de la etarra Ignacia Ceberio -muerta en un enfrentamiento con la policía vasca en Vitoria-, se pudo comprobar su obsesión por la seguridad, las horas que decicaba a entrar y salir de las tiendas, a subir y bajar de los autobuses, a cambiarse de ropa y de peluca en un intento desesperado por despistar a su posible perseguidor. Durante la tregua -sospechan los responsables de la lucha antiterrorista-, la organización criminal reestructuró sus comandos para hacerlos más seguros, eliminó a los que consideraba quemados por la policía y creó otros. No tuvo poca ayuda.

Les llegó, aunque involuntaria, desde la acera de la ley, del orden y de la política. Los jueces de la Audiencia Nacional excarcelaron a un buen número de presos y aplicaron de forma más suave la prisión preventiva. El Gobierno acercó a cárceles próximas a Euskadi a un buen número de reclusos y mandó a sus emisarios a dialogar con los jefes de la banda. La Policía, la Guardia Civil y por supuesto la Ertzaintza frenaron sus investigaciones para no torpedear lo que se llegó a llamar "proceso de paz". ETA, mientras tanto, seguía trabajando, recopilando información de sus futuras víctimas. El resultado es este: una oleada intensiva de atentados de todos los tipos: disparos en la nuca, coches cargados de explosivos, bombas lapa. Contra todos los objetivos: políticos de la izquierda y la derecha, militares, policías y guardias civiles. En todos los lugares: Málaga, Madrid, Soria, Durango, Tolosa... Matar. Y cuanto más, mejor. Donde y cuando sea posible. "El objetivo", dice un alto cargo de Interior, "es intentar romper la política del Gobierno y dar una sensación generalizada y terrible de impotencia, de pánico".

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Se trata de la mayor ofensiva criminal desde principio de los ochenta. También de la mejor coordinada. Da la impresión de que los cauces de información entre los miembros de ETA y sus jefes están más libres que nunca. Desde algún lugar seguro, alguien da la orden de matar. Y al rato muere un hombre sobre la barra de un bar.

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