_
_
_
_
_
GOLF. OPEN DE ESTADOS UNIDOS

El Tigre que quiere ser dios

El objetivo de Woods va más allá del dinero y de la fama; pretende convertirse en el mejor jugador de todos los tiempos

Tiger Woods estaba furioso. Había fallado un putt de unos tres metros y se mantenía inmóvil, los dientes apretados, los ojos enardecidos, mirando al cielo. Como si estuviera contando hasta diez, intentando controlar su rabia. No pudo. Pasados cuatro segundos, explotó. Con el putter se dió un golpe feroz en la suela del zapato. José María Olazábal, ligeramente sorprendido, alzó la vista. El sueco Jasper Parnevik también. Los dos europeos compartían el green con Woods. No un green en el campo de juego. Sino el green grande, de nueve hoyos, en la periferia del campo de Pebble Beach donde los jugadores vienen a ensayar sus putts. El fallo de Woods no tenía mayor importancia. O al menos un fallo similar no lo hubiera tenido para jugadores menos obsesivos, seres humanos más normales, como Olazábal y Parnevik. Era el miércoles por la tarde. Todavía faltaban 18 horas para el comienzo del Open de los Estados Unidos. No estaban sumando golpes. Los putts no contaban para nada, no iban a afectar en absoluto el resultado del gran torneo. Pero Woods, cuando tiene un palo en sus manos, la vida adquiere una intensidad descomunal. Grandes jugadores como Olazábal o Parnevik aspiran a mejorar su juego y, por supuesto, a ganar. Woods aspira a la perfección, a la inmortalidad. La meta de Woods no es simplemente ganar este torneo, sino alcanzar un dominio tal sobre la bola que le permita ganar todos los Open de los Estados Unidos, todos los Open británicos, todos los Masters, todos los PGA -en resumen, todos los grandes torneos de Grand Slam- que le quedan por delante en su vida profesional. Y si va lograr algo que es, evidentemente, imposible, debería de empezar por no fallar un putt de tres metros nunca más, aunque se trate sólo de un putt en el green de prácticas de Pebble Beach. Ahora, Woods tiene su atisbo de humildad. Ahí en el green, a su lado, tenía a un señor mayor que le aconsejaba. Olazábal y Parnevik ensayaban sus putts solos pero Woods se había traído a su profesor, Butch Harmon. Harmon es el profesor de golf más respetado de los Estados Unidos. De esto no hay duda, porque ha ejercido el papel de gurú personal de Woods durante siete años. Y Woods ha resultado ser no sólo el mejor jugador de golf del mundo, con diferencia, sino seguramente el mejor deportista -si estas cosas se pueden medir- sobre la faz de la tierra. Si uno no hubiera sabido que aquel jugador en el green de prácticas de Pebble Beach era Tiger Woods y que aquel señor mayor era Butch Harmon, se podría haber pensado que se trataba de un joven malcríado tomando sus primeras clases de golf con un viejo, y admirablemente paciente, profesor. Porque durante las dos horas que los dos permanecieron en el green, Harmon le hablaba constantemente, le hacía sugerencias, en voz baja, con una tranquilidad absoluta. Y Woods le prestaba atención. Toda la atención del mundo. Porque Woods ha calculado que Harmon tiene la solución a su problema. Que es, nada más ni nada menos, convertirse en el mejor jugador de todos los tiempos. Del pasado, del presente y del futuro. Cuando Woods compite en el Open de Estados Unidos sus rivales no son Olazábal, Parnevik, Jiménez, Faldo y los demás. Su rival es el veterano Jack Nicklaus, el que mayor número de grandes, de torneos de Grand Slam, ha ganado. Su rival, dicho de otra manera, es la historia, la eternidad. El dinero puede tener importancia para otros profesionales del golf. Mucha importancia. Woods, aunque se lesione mañana y no vuelva a jugar en todo el año, ganará más dinero que cualquiera. En lo que va del año ya ha ganado más de cuatro millones de dólares, más de 750 millones de pesetas, por su actuación en el campo de juego. Pero sus contratos con Nike, Buick y sus otros seis o siete patrocinadores le proporcionarán otros cincuenta millones de dólares -más si se cumplen los pronósticos y gana este Open de Estados Unidos-. Woods se podría quedar en la cama el resto de su vida sabiendo que ni Raúl ni Rivaldo ni Beckham serían capaces, jamás, de acumular lo que él ya ha ganado en los cuatro años desde que empezó su carrera profesional en el golf. No se relaja, y no se relajará nunca, porque su objetivo va más allá del dinero, de la fama, de la gloria. El Tigre se quiere convertir en dios. Quiere domar a la naturaleza. Porque el que pretende perfeccionar su juego de golf pretende lograr no sólo un control absoluto, físico y metal, sobre si mismo, sino sobre el viento, la tierra, el agua y todos los demás elementos que determinan el resultado de un recorrido en un campo de golf. Y este es un objetivo imposible. Y, viéndolo en el green de prácticas de Pebble Beach, enfurecido enfrentarse a esta triste realidad, uno se queda con la impresión de que Woods, incapaz de satisfacerse con el simple hecho de saber que es el deportista más grande de su generación, podría hundirse un día de estos en la demencia total.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_