Poder de los jueces y gobierno de los jueces.
Durante el Estado absoluto, los jueces eran una prolongación del soberano y actuaban como delegados del mismo. Carecían de independencia y sus palabras eran las que hubiera pronunciado el Rey de estar presente. El caso inglés es diferente, y los jueces del Common Law lucharán contra el despotismo de los Estuardo. Por eso no es necesaria allí la preocupación por hacerles mudos que se expresa en el continente con su distinta experiencia. En Inglaterra, y después en sus colonias americanas tras la independencia, los jueces no serán un peligro para la naciente democracia. La modificación que se producirá con el Estado liberal la anunciará Montesquieu en El Espíritu de las Leyes cuando dice que el poder de los jueces es de alguna manera nulo y que no son sino la boca muda que pronuncia las palabras de la ley. No hay, así, en el origen del Estado liberal, nuevas asignaciones, ni ampliación de los ámbitos de su autonomía, sólo pasan de un dueño a otro: desde la voluntad del Rey hasta la razón de la ley. Es más digno y más objetivo el modelo liberal, pero el juez, en ambos casos, es entendido como un mero aplicador de la voluntad de una persona o de la voluntad general. Era un poder delegado o derivado y su dependencia le impedía ser despótico. El despotismo, la arrogancia y los excesos del poder sólo eran posibles allí donde actuaba la soberanía.Estos dos últimos siglos han presenciado una alteración sustancial de aquel inicial equilibrio de poderes que ha supuesto una expansión global del poder de los jueces. Las razones de esta nueva imagen del juez son múltiples y arrancan de los mismos orígenes del Estado liberal, a principios del siglo XIX.
Se irá alcanzando, en la cultura política y jurídica, la convicción de que las leyes no abarcan la solución de todos los casos posibles, ni son siempre claras, pese al esfuerzo de los nomófilos, ni pueden superar completamente la vaguedad y la ambigüedad del lenguaje natural que utilizan. Así, los jueces irán adquiriendo un naciente protagonismo, puesto que la interpretación no será aplicación mecánica, sino muchas veces interpretación creadora, al completar las lagunas y la textura abierta del lenguaje, al decidir sobre el sentido de los términos legales, al esclarecer las zonas lingüísticas de penumbra.
Por otra parte, el siglo XIX conocerá un impresionante cambio social, con la revolución industrial, la consolidación del capitalismo, la aparición del movimiento obrero y cambios sustanciales en las relaciones personales y familiares. Los códigos, pensados para la eternidad, pero creados con la mentalidad de sociedades históricas concretas, necesitaban ser adaptados a las nuevas circunstancias y otra vez los jueces fueron el instrumento que se consideró adecuado. Esa ampliación de su capacidad interpretadora les convirtió en creadores de derecho, en auténticos legisladores.
Además, la dinámica ideológica del Estado liberal, primero, y del democrático y social después, amplió espectacularmente el ámbito de sus competencias. En el Estado absoluto, los jueces, como jueces, se limitaban al ámbito del derecho privado, aunque en algunos países, como en Francia, los Parlamentos, especialmente el de París, que eran tribunales, tenían la importante competencia de registrar los edictos y otras normas regias. Eran jueces civiles y penales principalmente, y esa competencia en el ámbito público era una excepción. La preocupación por limitar al poder en el Estado liberal consideró, desde muchas y plurales aportaciones de los filósofos del derecho, de la política, y desde los propios juristas, que esta facultad se podía atribuir al único poder que no era tal, y que en sospechas de posibles excesos y de despotismo era inocente. Primero fue el control de la legalidad de los reglamentos administrativos, y luego, con la extensión de la idea americana del control constitucional de la legalidad, la competencia se fue extendiendo a las normas producidas por el Parlamento. La vinculación del modelo americano al federalismo y su atribución a los jueces ordinarios, y la potencia de la ideología de la voluntad general y de la supremacía de la ley retrasó en Europa la garantía jurisdiccional de la Constitución, que no aparece hasta después de la Primera Guerra Mundial. Será el modelo kelseniano aplicado primero en Austria, con la Constitución de 1920, el que se extenderá por Europa, y el hoy vigente también en España, con la Constitución de 1978. Es verdad que son tribunales constitucionales separados del Poder Judicial ordinario los que resuelven esos conflictos, pero lo cierto es que ese nuevo panorama ha minado la racionalidad de la ley, ha disminuido su legitimidad y ha colocado a los jueces, al menos a los que resuelven sobre la validez de las leyes, por encima de ellas en la jerarquía normativa.
A ese fenómeno que ha consolidado el poder de los jueces hay que añadir otros más actuales, como la tendencia del legislador a delegar en los jueces decisiones complejas que comprometen a los representantes políticos y que prefieren no resolver. También la ampliación de los procedimientos judiciales y de los ámbitos de decisión judicial en materias tradicionalmente atribuidas a la Administración, en lo que los americanos llaman la expansión del due process of law, y la jurisdicción universal, en los casos de genocidios, delitos contra el Derecho de Gentes o contra la Humanidad, han incrementado aún más el poder de los jueces.
Finalmente, la desaparición de los actos políticos exentos de control y la práctica que Pizzorno llama en su reciente libro sobre "Il potere dei giudici" el control de la corrección política o el control de la virtud de los políticos en ámbitos de la llamada corrupción, han proporcionado a los jueces, no sólo poder, sino una popularidad equiparable a la de los artistas y a la de los deportistas de élite. Es una vuelta a la preocupación por la virtud en política de republicanos ingleses como Milton, Harrington o Sidney.
Todo esto ha cambiado radicalmente la situación que Montesquieu describía. Los jueces son una boca que crea derecho, y que controla a los restantes poderes. Pero su poder está poco controlado e incluso surgen ámbitos nuevos de reflexión doctrinal para legitimarlo y justificarlo. Las llamadas teorías de la argumentación se sitúan, sin duda, en esa perspectiva, aunque también cabe el uso alternativo de servir para criticarlo.
Los análisis sobre el crecimiento del poder, sobre su tendencia a abusar hasta que encuentra límites, sobre la arrogancia y sobre el despotismo que puede resultar de la falta de control, ahora, en este umbral del tercer milenio, se han trasladado al Poder Judicial, y aparecen ya en la realidad fenómenos concretos de ese abuso y de esa corrupción. También ese sentimiento de poder que siente el colectivo de los jueces y las demás instituciones y la sociedad entera potencia el corporativismo y el espíritu de cuerpo. Hemos pasado de la nada al todo, y la nueva situación exige reflexiones sobre la limitación de ese poder desbordado y sin control. Es insuficiente el control interno de los recursos y de los derechos de los ciudadanos en el proceso. Es necesario recluir a los jueces en su tarea propia, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esos atisbos de reivindicaciones corporativas que surgen en el Tribunal Supremo opinando sobre temas de organización y de interés general de la justicia son improcedentes. También lo es esa pretensión de extender el poder al propio gobierno de los jueces. Si los jueces se gobiernan a sí mismos y el Consejo General del Poder Judicial pierde su origen y su legitimidad parlamentaria, habremos perdido un contrapeso esencial y habremos abierto las puertas para la conquista por los jueces de una parcela del poder del Estado, que se privatizaría y se gremializaría. El imperdonable exceso del Tribunal Constitucional, opinando en su sentencia sobre el tema y prefiriendo ese sistema, frente al que declararon constitucional, es otro signo de ese abuso de posición dominante de unos jueces que carecen de control y de vigilancia y que por eso deberían extremar su rigor. Los jueces ordinarios se apoyan en esa opinión incompetente de los jueces constitucionales y unos y otros confirman nuestra preocupación y nuestro diagnóstico. En el horizonte se atisba un poder excesivo por la rebelión de los vigilantes. En los orígenes del mundo moderno, en el primer Estado estamental, el despotismo se inició de manera similar.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III.
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