Intelectual brillante y pastor polémico
San Sebastián No es extraño verle andando por las calles de San Sebastián, el Paseo de la Concha y el Peine de los Vientos, no sólo por cuidar su dolencia cardiaca, sino porque estos paseos sustituyeron hace tiempo a la práctica montañera, una afición, junto con la del fútbol, largamente cultivada en su juventud. Sin embargo, este gesto, que puede despertar en el ciudadano una sensación de cercanía al comprobar que su obispo pisa la calle, resulta más bien engañoso. Si hay un rasgo que define al prelado dimisionario es la frialdad analítica del intelectual, que le ha llevado a mantenerse en la equidistancia, una posición polémica y alejada del calor humano que le han requerido a menudo un sector de sus feligreses, miembros de una diócesis salvajemente sacudida por el terrorismo.
Nacido en 1928 en Hernani (Guipúzcoa) en el seno de una familia nacionalista, José María Setién se formó, como una gran mayoría de los sacerdotes vascos, en el seminario de Vitoria. Pero la suya fue una carrera prodigiosa que completó en la Universidad Gregoriana de Roma, desde donde regresó como profesor a su seminario de Vitoria y, poco después, a la Escuela Social Sacerdotal de esta ciudad.
A los 32 años dio el salto a la Universidad Pontificia de Salamanca, donde enseñó Teología, Derecho Público Eclesiástico y Derecho Concordatario. Fue vicario general de la diócesis de Santander antes de recalar, en 1972, en San Sebastián como auxiliar del obispo, Jacinto Argaya, a quien sustituyó en 1979. Hasta que ayer el Vaticano aceptó su solicitud de retirarse, enviada el 9 de diciembre pasado.
Su trayectoria ha estado más enfocada al cultivo del trabajo intelectual, cuya valía es unánimemente reconocida incluso por sus detractores más virulentos, que a la actividad pastoral próxima a los fieles. Esta frialdad en el trato y la acusación extendida de sintonizar más con el mundo nacionalista le han distanciado de la otra parte de la sociedad vasca. Una sociedad a la que ha dirigido sin contemplaciones, y con la contundencia del convencido, su mensaje personal en favor de la paz desde la distancia y desde una posición de equidistancia, lo que le ha otorgado su aura de obispo polémico.
Pero esta condición ha terminado por minar la fortaleza episcopal. Entre sus amigos más cercanos se reconoce que, en los últimos tiempos, monseñor Setién sentía amargura por esta incomunicación, convencido de que no se le lee con ecuanimidad. Y, con independencia de que se hayan ignorado o leído con lupa sus escritos de magnífica factura, propios del filósofo que es -la revista vasca Talaia se estrenó hace un año con un soberbio debate entre José María Setién y Fernando Savater sobre el País Vasco-, no ha podido evitar ser un obispo controvertido que en su labor como pastor ha despertado tantas fobias como filias, como lo reflejan las reacciones de sus diocesanos ante su retirada.
Su rechazo inequívoco de la violencia, que ocupa tantas homilías escritas durante estos 20 años, no ha impedido que su mensaje fuera sistemáticamente criticado por un sector de la sociedad que le reprocha estar escorado hacia el mundo nacionalista y apoyar sus reivindicaciones al poner los derechos colectivos en el mismo plano que los individuales. Fue injustamente denostado por denunciar la existencia de torturas y malos tratos o actuaciones policiales que terminaron en muertes de miembros de ETA, lo que a principios de los años ochenta equivalía a ser anatematizado.
Condenó con igual énfasis los atentados de ETA y de los GAL, y a los familiares de sus víctimas dedicó un trato escrupulosamente equitativo. A principios de los noventa, Setién defendió la autodeterminación en una tribuna como el Club Siglo XXI y su pastoral navideña en la que defendía una forma de pacificación levantaron ampollas. Lo mismo que un año después, al pedir la libertad del arcipreste de Irún, José Ramón Treviño, encarcelado por haber acogido a presuntos miembros de la organización terrorista.
Los noventa ha sido la década en la que Setién se ha volcado para promover la paz, un atisbo de la cual, la tregua de ETA, finalizó diez días antes del 9 de diciembre, fecha en la que Setién escribió su carta de renuncia al Vaticano. Junto con un sector de la Iglesia, y apoyados en el movimiento Elkarri y el sindicato nacionalista ELA, Setién ha sido un inspirador clave de la tercera vía, un movimiento que parte del rechazo de toda forma de violencia pero plantea la resolución del conflicto vasco a partir de las tesis políticas de la izquierda abertzale.
El apoyo a los postulados de esta tercera vía que ha germinado en Lizarra durante los años en los que ETA realizó sus atentados más crueles es lo que ha supuesto el mayor desgaste de José María Setién ante una parte de sus feligreses y de la sociedad vasca, que le acusa de falta de sensibilidad y calor humano. Su negativa a hacer excepciones ante el funeral de Gregorio Ordóñez -cuando el concejal del PP fue asesinado, hace ahora cinco años, Setién presionó a la familia para oficiar el funeral, escudado en la presencia del cardenal Suquía, a pesar de lo cual un año después se negó a que la misa de aniversario se celebrase en la catedral del Buen Pastor- o su calculada indiferencia al pasar sin saludar ante una concentración de desolados familiares del empresario secuestrado José María Aldaia han hecho que sea definido por sus detractores como un hombre "sin compasión, equidistante entre víctimas y verdugos".
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