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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

China, entre dos almas

Pekín conmemora hoy con todo tipo de superlativos los 50 años de poder comunista. De creer el editorial solemne compuesto para la ocasión por el Diario del Pueblo, la herencia de Mao se mantendrá incólume dentro de otro medio siglo. Por si acaso, y para no deslucir el primer cincuentenario -poca cosa contra los 5.000 años de historia del país-, las autoridades han puesto en marcha un zafarrancho a gran escala que ilustra bien su relación escasamente afectuosa con los administrados: los pedigüeños han sido arrojados de las calles, a los provincianos se les prohíbe acercarse a Pekín, de la capital han sido expulsados quienes carecen de permiso de trabajo y los vecinos de las principales avenidas por donde desfilarán los cortejos no podrán asomarse a sus ventanas a determinadas horas. Más de medio millón de ciudadanos elegidos por su pedigrí político han sido convertidos en vigilantes de barrio.En la letra pequeña del sistema, aunque fuera se perciban con grandes caracteres, están algunos episodios siniestros: desde las hambrunas forzadas del Gran Salto Adelante al caos sangriento de la Revolución Cultural, pasando por los tanques que hace diez años rodaron sobre Tiananmen, cuando tantos chinos sintieron a la vez la necesidad urgente de democratizar su país. Los tanques vuelven hoy a la plaza que simboliza el poder político en China, pero para abrir un enorme despliegue armamentista, misiles intercontinentales incluidos, que intenta trasladar al exterior el mensaje de que el Ejército y el Partido siguen siendo la misma cosa. Y advertir de paso a Taiwan de que la lógica de la guerra se impondrá si no cede en sus pretensiones de soberanía.

Desde que Deng Xiaoping, el segundo gran timonel, proclamara hace 20 años su eslogan según el cual "hacerse rico es glorioso", los cambios económicos en el país más poblado del mundo han sido formidables. China ha quintuplicado su producto interior bruto, y la vida de millones de personas -pese a su penuria comparada con el Occidente desarrollado- ha mejorado hasta límites que pocos se atrevieron a soñar. La transformación es tan rápida que los chinos la reflejan en el dicho "el que piensa está perdido".

Pero ese mismo progreso ha provocado una contradicción. El deseo de reforma, el impulso del capitalismo (ejemplificado estos días por las zalemas con que el presidente Jiang Zemin, a la vez jefe del partido único y piloto del cambio, ha recibido en Shanghai a una nutrida representación de los poderes económicos mundiales), se produce simultáneamente con la insistencia en los métodos dictatoriales y la permanencia como dogma de un marxismo apolillado pero nunca repudiado. El debilitado Partido Comunista, cada vez más alejado de la calle, no ha encontrado el sistema de valores que reemplace a la ideología oficial. Sus dirigentes están atrapados en el dilema de mantener las reformas sin perder el control político y conservando a la vez el sacrosanto orden social. De la resolución de esta crisis de identidad depende el mismo rumbo del gigante asiático.

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