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La Sueca

LUIS GARCÍA MONTERO Podrán venir a nuestras costas mujeres nacidas en Suecia, pero ya no pisan las arenas aquellos pies mitológicos de La Sueca. Cada pueblo tiene la mitología que se merece, el sueño que define y consuela sus realidades, y la España humillada del franquismo alentó la fábula carnal, triste y mediocre de La Sueca. Los vientos surgían del mar y la ilusión llegaba del extranjero. De los aviones y los coches descendían las leyendas naturales de los españoles, las imágenes de una diosa libre, con gafas inquietantes de sol y el pelo rubio como el oro, lo que entonces era algo más que una licencia poética, porque apenas sabíamos que la gente morena puede llevarse bien con los bancos. La Sueca caminaba en activo, flotaba en el mar y en las conversaciones, estaba al día en los asuntos de la noche y era capaz de compartir sus labios y sus muslos con los desconocidos. Bajo la hipocresía de los pueblos cerrados, prisioneros en sí mismos, la decencia nacional criticaba la desvergüenza, la libertad del sexo, el orgullo blanco de los cuerpos no sometidos a las leyes de la iglesia o del burdel. Pero el pozo de los odios se alimenta con las aguas de la admiración y resulta fácil descubrir en las murmuraciones esa esquina agria en la que una envidia intenta diluirse, transformarse en desprecio. España tenía dos bañadores en el armario de su unidad de destino hacia las playas y las piscinas públicas. Permítaseme resumir, olvidando a las familias adineradas, a los pijos madrileños con descapotable, a las burguesías catalana y vasca con piscinas privadas y con hijas casi tan flexibles y tan diosas como La Sueca. En la verdadera geografía humana del país, las mujeres se colocaban un bañador oscuro de sirvientas (sirvientas de alguien o de algo, de su marido, de su decencia, de su obispo, de su señora). Entraban en el agua igual que campesinas decimonónicas, y al nadar parecían molinos con las aspas descontroladas, los brazos muy abiertos en forma de uve, las cabezas sin sumergirse nunca, moviéndose a derecha e izquierda en un ritmo tan marcado como costoso, y las risas chapoteando sobre las bocas, levantadas ingenua, claramente, en la espuma y en las grandes voces que daban para llamar a sus amigas. El bañador de los hombres era azul, pero muy poco marino, porque había sido cortado para las competiciones deportivas del servicio militar. El recluta que nadaba con angustia y revuelo en el inconsciente de todos los españoles, y resumo otra vez, imaginaba el beso de La Sueca, su entrega a la pasión mediterránea, a los músculos del pescador insatisfecho, capaz de hacer olvidar en una madrugada prehistórica y salvaje toda la gélida cortesía europea. Afortunadamente ha desaparecido el mito de La Sueca, porque no quedan, permítaseme resumir por tercera vez, españolas siervas y españoles reclutas. Pero, como nada es perfecto, quedo yo, el niño que vio aquello y que sufre una memoria impertinente. Cuando admiro la piel de plástico de nuestros cuerpos, me acuerdo de la rojiza carnalidad de un pueblo de supervivientes. Y cuando disfruto del estilo depurado de nuestros nadadores, no puedo evitar imaginarme las brazadas de los africanos al caer de la patera, como aspas descontroladas, entre la felicidad y la tragedia.

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