Pereza de votar
No se trata de la actitud habitual entre los intelectuales de principios de siglo que, espantados por la irrupción de la masa en los espacios públicos, se atrincheraron en una especie de anarco-aristocratismo y denunciaron airados la dictadura del número. "¿Cómo los más podrán ser garantía de acierto? ¿Cómo un entendimiento inculto, torpe, grosero, concupiscente, podrá pesar tanto en la balanza pública como una inteligencia fina, cultivada, generosa, altruista?", se preguntaba Azorín, ilustre literato, antes de mostrar la nula estima que le merecía la democracia y el sufragio universal.Tampoco se trata de aquella otra actitud que juzga el hecho de ir a las urnas como una rutina despreciable ante la magnífica visión de un pueblo en marcha, de unas masas en movimiento, de un proletariado consciente de su destino. Si los anarco-aristócratas del 98 lamentaron la amenaza de la masa, las vanguardias históricas de los años veinte y treinta soñaron con plantarse a su cabeza y conducirlas a la victoria final. En ambos casos, las urnas eran un estorbo cuando no un engaño, un artilugio aborrecible, un refugio para la nada heroica clase media.
Hoy nadie argumenta de manera tan cruda contra la democracia, pero una similar actitud de espíritu emerge, cada vez que hay elecciones a la vista, en quienes presumen de cierta superioridad política y moral haciendo saber al público que no van a votar. En ocasiones, no satisfechos con un anuncio que sólo a ellos mismos interesa, justifican esa superioridad argumentando que tanto vale hacer uso del derecho de elegir como abstenerse de su ejercicio, como si la democracia consistiera en algo diferente al gobierno ejercido por representantes electos, como si la democracia pudiera subsistir sobre un lecho de abstención generalizada.
Ni anarcos de periódico y tertulia, ni nostálgicos de la masa en acción, ni abstencionistas exquisitos, habrá que reconocer sin embargo que después de tres años de barbecho electoral, muchos estábamos tan a gusto, sin ninguna urgencia por votar. A gusto, por la sencilla razón de que si democracia es gobierno por representación, cada vez más nos sentimos menos representados por quienes nos piden el voto. Por supuesto, añorar una representación sin fisuras sería absurdo: el voto no es la adhesión incondicional, ni ir a las urnas implica el entusiasmo propio del que va a la manifestación. No se puede pedir a los políticos que aspiren a ese tipo de representación ni sería conveniente para nuestra salud otorgársela. Pero al menos habría que demandarles que no pongan tanto empeño en no representar nada, en no representar a nadie.
Pues eso es lo que ocurre con creciente intensidad a medida que se suceden las elecciones a las que somos convocados. La política española lleva ya demasiados años encerrada en el vicioso círculo que confunde competencia con aniquilación: a los políticos en campaña sólo parece interesarles el placer endogámico de destruir al adversario. Llegar a ser expertos en el arte del exterminio político es lo que más excita su imaginación, quizá también su líbido. Tan afanados andan en la tarea que no temen bajar el último peldaño de la degradación del debate público para burlarse de alguna característica física del oponente o divertir a los secuaces haciendo chistes rastreros con los apellidos del contrincante.
Más se obstinan los políticos en la destrucción del otro, más ganas de mandarles a paseo. ¿Cómo votar a un señor que ríe su propia gracia cuando llama a su oponente Calumnia? ¿Cómo percibir un representante en quien sólo ilumina su mirada cuando dice Loyo-lina? Queda todavía una semana de campaña. Es posible que los técnicos en mercado electoral ganen de nuevo la partida al convencer a sus clientes de que la mejor manera de rascar unos cuantos votos es arreciar en el ataque al otro. Pero si se consuma su triunfo acabarán por convertir lo que hoy es pereza de votar en puro y simple desestimiento.