_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Eterno retorno

LUIS MANUEL RUIZ Los chavales a los que yo trato de enseñar filosofía en el instituto asociarán el nombre de Heráclito, un griego remoto que murió enlodado en estiércol, con la teoría más interesante y desesperanzada que nuestra mente humana ha construido para tratar de definir esa cosa que separa matrimonios y borra cicatrices, el tiempo. Heráclito fue el primero en acuñar una doctrina que luego ha recibido el título elegante de Eterno Retorno y que, a bulto, puede recibir la siguiente formulación: el tiempo no es lineal, no posee una dirección única, no tiende una recta del pasado al futuro con escala en este instante para sepultar, hasta la eternidad, lo consumido, y centrarse en la labor de erigir lo por venir. Por contra, el tiempo es un círculo o, si lo queremos, una espiral: todo suceso del universo ha ocurrido ya diez, mil, un millón de veces; la historia se repite con escrupulosidad de filmación cinematográfica, como un espejo disparado al infinito. Julio César volverá a ser asesinado por los mismos puñales de hace veinte siglos, Heráclito repetirá su doctrina, volverán la Odisea y el Quijote que todavía no se han escrito, yo redactaré innumerables réplicas de esta misma columna que tú, inagotablemente, leerás. Quiero que este metafísico prolegómeno me sirva para intentar definir el sentimiento que me aturdió la otra tarde, cuando rodaba con el coche por la avenida Ramón de Carranza y a la altura de la calle Asunción me encontré con una mole amenazante de andamios y barandales que tenía algo de zigurat en los huesos y que era, en efecto, el chasis de la portada de la próxima feria, la que padeceremos a mediados de abril. Tuve la desagradable impresión de estar enquistado en el tiempo, esa sensación de regurgitación con la que se entusiasmaron, además de Heráclito, Nietzsche y Spengler, la de encontrarse varado en un pantano de la historia que tiene que repetirse, maniáticamente, hasta las últimas fronteras del futuro: abril comenzaba en enero con cuatro meses de anticipo, la feria se adelantaba solapadamente, iba estableciendo sus cuarteles de vanguardia, se asentaba como quien no quiere la cosa para, antes de que nos diésemos cuenta, volver a brotar de la caja con todos sus faroles y castañuelas, haciéndonos impracticable la entrada suroeste de Sevilla. Tuve la impresión de vivir una perpetua feria, de pasar, por una forzosidad fatídica, de los preliminares de una feria a los preliminares de la siguiente, sin que esos preliminares se agotaran nunca, sin que consiguiesen desembocar jamás en un acontecimiento efectivo. Mircea Eliade dice que esa sensación de ciclo irremediable que a veces nos transmite el tiempo obedece a una necesidad religiosa: hay una época del año que disculpa o explica la existencia del resto de las épocas, una zona central, sagrada, que el año se limita litúrgicamente a anticipar. Soportamos el invierno, los lunes, los madrugones y las estrecheces del fin de mes porque existe la feria. Ella remedia los sinsabores, el aburrimiento, nos sirve de Norte en los insomnios. Y quien más y quien menos siempre tiene su Rocío, sus Navidades, su agosto playero. Infinitamente.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_