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Tribuna:ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
Tribuna
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Galicia, sociedad clientelar

ANTÓN BAAMONDE, FERMÍN BOUZA, RAMÓN MAIZ y MANUEL RIVASLa publicación del Manifiesto del Foro Luzes de Galiza significó la irrupción de una voz crítica -cortés pero clara-, que consiguió llamar la atención respecto a un fenómeno que cualquiera que viva en Galicia conoce, pero que, hasta el momento, no se había convertido en un eje del debate político.Cosa rara, por cierto, pues el clientelismo ha alcanzado tal magnitud que sería necesario preguntarse qué ámbito goza en Galicia de autonomía respecto del poder político. No la posee, desde luego, la Universidad, obligada a negociar sus presupuestos anualmente y a proceder con cautela e incluso con autocensura a la hora de alzar su voz. En el ámbito de la investigación y de la cultura, los criterios objetivos, de excelencia u oportunidad, se ven sustituidos por mecanismos que intentan cambiar los derechos en favores por los que conviene estar agradecido. De este modo se fijan, además, los límites de lo expresable: conviene no manifestarse críticamente en reciprocidad con el beneficio concedido o solicitado.

Las empresas, incluidas las de los medios de comunicación, son de tan escaso tamaño y están tan sometidas a la influencia de los presupuestos públicos que, como "empresariado asistido", deben mantenerse en un tono en mayor o menor medida progubernamental. La Administración pública sufre un proceso de progresiva privatización a través de fundaciones, lo que permite modalidades de contratación de complejo seguimiento y difícil control. En cuanto a ese ciudadano que se presenta a unas oposiciones que ganan una y otra vez los "mejor preparados" (Manuel Fraga, dixit) hijos de los notables, ¿qué se puede decir?

Pues que no se trata de hechos aislados, y que si bien el componente clientelar se encuentra siempre presente en partidos y administraciones, en el caso gallego constituye un sistema en proceso de generalización. La figura que va cobrando forma es de tal gravedad que puede compararse, salvadas todas las distancias que se quieran, con el sur de Italia o Grecia, contextos clásicos de disgregación social, "familiarismo amoral" y socialización en la connivencia, lugares en los que está acreditado cómo este fenómeno ha impedido la modernización y la consolidación democrática.

El Manifiesto -hay que insistir en ello- no intentaba avisar sobre la pervivencia del caciquismo, sino dar cumplida cuenta de la masiva instalación del clientelismo en la sociedad gallega. La forma en que curas, funcionarios y notables locales podían influir en una sociedad mayoritariamente rural tiene poco que ver con la manera en la que, en estos momentos, las distintas administraciones -Xun-ta de Galicia, diputaciones provinciales, ayuntamientos- ven deturpadas sus funciones. El Partido Popular, habida cuenta de que acumula casi todo el poder en la Comunidad, cae muy a menudo en la tentación -bien por designio consciente, bien por génesis más o menos espontánea- de considerar la esfera institucional como propiedad particular.

Ello puede conducir a la instalación perdurable del dispositivo clientelar, con la correlativa cultura política de la desconfianza generalizada, el fatalismo y el intercambio de favores. En Galicia, la discrecionalidad que se reserva la Administración se convierte, en muchos de sus niveles, en arbitrariedad que acostumbra, y que ya cuenta con ello, a permanecer impune. El objetivo sería generar tantas y tan eficaces prácticas y hábitos de dependencia que las posibilidades de competición democrática, movilización política y ya no digamos alternancia, quede excluida fuera del horizonte no ya de lo probable, sino de lo meramente posible.

Los factores que explican por qué la sociedad clientelar ha extendido tan rápida y eficazmente sus tentáculos en Galicia son tantos y de tan variada índole que no pueden ser abordados aquí. De todos modos, habría que recordar, primero, que la sociedad gallega ha sido históricamente dependiente, y que sus élites, básicamente desempeñaron funciones de intermediación con el exterior, sin un proyecto propio apreciable, y segundo, que esa extensión del clientelismo se produce en un arco temporal en el que coinciden la creación del Gobierno autónomo, las repetidas mayorías absolutas del PP y la avanzada transformación de una sociedad rural en una sociedad terciarizada. La diferencia entre el viejo caciquismo y el clientelismo actual se cifra en ese cambio social y político que ha vivido el país en los últimos veinticinco años, importante, pero incapaz de provocar una redefinición de los objetivos estratégicos colectivos que superase el localismo y la desarticulación.

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Galicia tiene todavía una economía privada muy débil y una sociedad civil en extremo precaria, dependiente y subsidiada. Se trata de un país que posee una Administración, en términos relativos, de un gran poder y capacidad de penetración social, con unos recursos muy importantes que alimentan el voraz dispositivo de intercambio desigual y jerárquico de "favores" (subvenciones, obras públicas particularistas para zonas leales, puestos administrativos) por apoyo político (votos, contactos institucionales, silencios "prudentes"...). La fortaleza organizativa del Partido Popular, cimentada tanto en el liderazgo carismático y en la articulación del entramado de redes territoriales locales desde diputaciones y ayuntamientos, cuanto la debilidad de la oposición política, es el resultado en parte de estos factores sociológicos y políticos. El clientelismo ha evolucionado en un sentido tan perverso que amenaza con bloquear el futuro del autogobierno y del desarrollo económico de Galicia. No sólo porque convierte en un simulacro componentes básicos de la democracia (es posible, bajo ciertas condiciones, un control personalizado de la opción del voto hasta hacerle perder su secreto y su autonomía, o vaciar de contenido una institución como el Consello de Contas, que debería garantizar el control y la transparencia económica de las instituciones), sino porque reduce, además, los eventuales márgenes de renovación. Bajo un régimen generalizado de favores, en el que aumentan el nepotismo, la amistad instrumental y la corrupción, se dispara el coste de competir democráticamente y de postular una alternativa de futuro racional y razonable que vaya más allá del vergonzoso mercadeo de intereses a corto plazo. Las políticas públicas tienden a presentarse en Galicia como favores, como regalos dadivosos que, al no poder ser resarcidos con el simple voto, requieren una fidelidad activa o pasiva y generan sutiles obligaciones de supeditación y dependencia, de sumisión al intermediario de turno. La generalización de ese mecanismo, que sólo puede funcionar a base de convertir la discrepancia en un riesgo y a la esfera pública en una lamentable procesión dos caladiños, envilece a un país. Es triste que tanta gente se haya esforzado en contribuir a la transición democrática para que el poder ciego de las redes clientelares ahogue, en el silencio de la omertá de los favorecidos, la ciudadanía digna de tal nombre. El clientelismo ataca al mismo tiempo la calidad de vida democrática y la eficiencia de una sociedad, porque la vitalidad de un país precisa, como cuestión previa, de la convicción de que las ideas, los planes y los proyectos alternativos tienen valor y eficacia. El fatalismo, ajeno al riesgo, a la innovación y a la autorresponsabilidad, no puede tener la última palabra sin que las posibilidades de progreso de una sociedad se vean radicalmente hipotecadas. Ahora que algunos hablan de una segunda transición, no estaría mal que en Galicia guardásemos, para siempre, los demonios familiares del país en el baúl de las curiosidades del pasado.

Antón Baamonde, ensayista; Fermín Bouza, catedrático de sociología; Ramón Maiz, catedrático de ciencia política; Manuel Rivas, escritor y periodista, miembros del Foro Luzes de Galiza.

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