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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La hora del euro

EUROPA HA dado un paso de gigante con el alumbramiento del euro, que desde el lunes competirá en los mercados con el dólar y el yen. Es la decisión más trascendente adoptada desde que se puso en marcha, a comienzos de los cincuenta, el proceso de integración de Europa. Once países, que serán más en un futuro no lejano, renuncian a sus monedas nacionales para integrarlas en el euro bajo la supervisión del Banco Central Europeo (BCE), una institución que goza de una independencia sin parangón. La moneda única nace con un plus de confianza que puede convertir a Europa en la zona más dinámica del mundo desarrollado. España ha cogido este tren a tiempo por primera vez en dos siglos y como resultado del esfuerzo colectivo realizado durante más de diez años. Aunque sus monedas y billetes no comenzarán a circular hasta dentro de tres años, el euro es una realidad desde ayer. Las bolsas de los 11 países integrados cotizarán desde el lunes en euros, moneda con la que se podrán ya manejar tarjetas de crédito, cuentas bancarias y préstamos. De hecho, la peseta no es ya más que una fracción no decimal del euro, cuyo cambio irreversible ha quedado fijado en 166,386 pesetas, un valor previsible y razonable. Ahora viene una parte difícil para todos: adaptar nuestra valoración personal del precio de los bienes y servicios de la antigua peseta al nuevo euro. Disponemos de tres años para acostumbrarnos, aunque la adaptación completa se logrará sólo cuando circule la nueva moneda.

Ciento treinta años después de su nacimiento, no podemos lamentar gran cosa la desaparición de la peseta. Ha sido una moneda sin credibilidad, sometida a devaluaciones cíclicas. Por lo demás, la sola perspectiva de su definitiva sustitución por el euro ya ha tenido efectos benéficos en la cultura económica de un país dominado históricamente por la inflación y el déficit presupuestario. Este cambio empezó a gestarse en los últimos Gobiernos socialistas, ya comprometidos con el plan de convergencia, y ha culminado con éxito bajo la dirección del PP. Pero, como ha recordado el vicepresidente Rato, ésta no es una estación de llegada, sino de partida. Aún quedan por hacer muchas reformas estructurales en España para sacar el mejor provecho del entorno más competitivo que va a suponer la integración en el euro.

La moneda integrada exige un cambio de mentalidad y una ruptura de fronteras geográficas y psicológicas que sobreviven a muchos años de mercado único. Aunque su gran prueba llegará cuando tenga que hacer frente a una crisis, el euro ve la luz en una coyuntura favorable para Europa: crecimiento sostenido, inflación mínima y bajos tipos de interés. Hasta el punto de que el objetivo de inflación, que el BCE fijó en un 2% para toda el área euro, está hoy tan asegurado que cabe esperar de esa institución una próxima rebaja de tipos para favorecer el crecimiento, y con él, la creación de nuevos empleos. Combatir un paro excesivamente elevado sigue siendo el principal reto de todos los grandes países que se han incorporado al euro. Bien está que el BCE defienda su independencia, pero no al margen de la política ni de los objetivos generales de la Unión Europea, como indica el Tratado de Maastricht.

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A partir de ahora, España no podrá devaluar frente a los países de la zona euro, a donde va a parar más de la mitad de nuestras exportaciones. Pero, una vez sumergida la peseta en el valor del euro, tendremos que fijar nuestra atención en la paridad de la moneda europea respecto del dólar. Éste es, justamente, uno de los puntos que ha de preocuparnos en los inicios de esta nueva aventura monetaria. El euro debe ser una moneda estable, pero sin convertirse en una divisa excesivamente fuerte. La primera prueba vendrá el mismo lunes, cuando abran los mercados tras este largo puente en el que las entidades financieras se están preparando para la nueva realidad. Ni la euforia por el euro ni la voluntad de demostrar su independencia a toda costa deben llevar al BCE -ni a los ministros de los Once- a favorecer una excesiva apreciación de la moneda europea frente al dólar. Es un movimiento a controlar, no sólo en interés de los propios ciudadanos europeos, sino también de países terceros. El descontrol entre los valores del dólar, el yen y el euro podría aumentar la inestabilidad en zonas ya fuertemente castigadas, como Asia o América Latina. El alumbramiento del euro le brinda a la Unión Europea un plus de influencia, pero también acrecienta su responsabilidad internacional.

Hacia adentro, el euro es la piedra de toque para la consolidación del gran mercado común en la Unión Europea, que, de ser una potencia comercial, pasa a convertirse también en potencia monetaria. Pero no puede quedarse sólo en un gran mercado con una moneda que facilita las transacciones, en un mero espacio. Tiene que recuperar la voluntad política que siempre ha dominado todos los pasos hacia la integración en esta segunda mitad de siglo. La UE necesita vertebración, políticas activas que fomenten la competitividad y el empleo, pero necesita también de una política de solidaridad, que se traduzca en transferencias de recursos de las zonas más ricas hacia las menos favorecidas. Eso que se viene a llamar la política de cohesión económica y social viene a ser ahora incluso más necesaria que antes de la moneda única. El euro es una oportunidad añadida para que España alcance un nivel de renta cercano a la media europea, el objetivo que el vicepresidente Rato ha planteado para finales de la próxima legislatura. Para lograrlo es del todo necesario que la UE cumpla sus propios compromisos y mantenga la vigencia del Fondo de Cohesión. El mejor éxito de esa política ha sido Irlanda, hoy excluida de ese fondo al haber superado con creces el 90% de la renta europea. España aspira a seguir el camino de Irlanda, no el de Grecia. En todo caso, la cohesión en la Europa del euro debe ir a más, no a menos.

La anterior generación política europea, la de Kohl, Delors, Mitterrand o González, diseñó este avance hacia la moneda única con una visión política antes incluso que económica. Y fue la voluntad política del entonces canciller alemán la que garantizó que, a pesar de las tormentas, el proyecto llegara a buen puerto. Corresponde ahora a la nueva generación de líderes europeos desarrollar la moneda sin olvidar su dimensión política. La creación del euro favorecerá, sin duda, pero no engendrará automáticamente una mayor integración política. Ésta debe ser el resultado de una renovada voluntad, ya sea para coordinar o integrar programas que van de la fiscalidad hasta el empleo, ya sea para sentar las bases de una política exterior común y para reducir el déficit democrático de las instituciones de la Unión. Ha nacido la Europa de la moneda. Falta aún la Europa política.

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