La verdadera muerte de Fausto Coppi
La enorme hipocresía con que nuestro mundo está tratando el asunto de las drogas está a punto de terminar con uno de los símbolos deportivos más entrañables y que forman parte de la educación sentimental de muchos europeos: el Tour. Nuestra memoria está poblada con imágenes de la que ha sido quizá la última épica deportiva pura de este siglo: las escapadas de Coppi, la dureza de Bartali, la elegancia de Louison Bobet, la genialidad de Charlie Gaul, el celtiberismo de Bahamontes, la ciencia de Anquetil, los sprints de André Darrigade, el vértigo de Eddy Merckx, el fulgor del desdichado Ocaña...A nuestra memoria de hispanos en Europa acuden como una leyenda los nombres de Vicente Trueba, de Julián Barrendero, de Bernardo Ruiz, que consiguió, a comienzos de los cincuenta, un tercer puesto; aquella etapa en la que Jesús Loroño corrió solo, hasta ganar, más de 200 kilómetros; los sprints de Miguel Poblet cuando era nuestro único sprinter porque el subdesarrollo sólo daba para escaladores entecos y durísimos, que eran en el ciclismo algo así como los etíopes o kenianos en el atletismo que vino luego. Épica, sí: se dejaban la sangre y el alma en las carreteras por unas cantidades que, en el mejor de los casos, difícilmente compensaban tanta agonía encima de una bicicleta. A veces se dejaban hasta la vida, como el madrileño Raúl Motos, que murió en la vuelta ciclista a Portugal, y uno de los hermanos Gómez del Moral, que también concluyó sus días en la carretera de modo trágico; o como Tom Simpson, que murió en la ascensión al Mont-Ventoux en el Tour de 1967.
Aquí, sí, aquí sí que empieza la historia que estos días culmina con la policía judicial francesa persiguiendo a los corredores por todos los caminos de Francia. Simpson se había dopado y su corazón no resistió. Pero ¿qué significa exactamente doparse o dopar? Según el diccionario es "administrar fármacos o sustancias estimulantes para potenciar artificialmente el rendimiento". Bahamontes ha declarado estos días que él no supo nunca lo que era eso. No miente. Porque en su tiempo todavía no intervenía en el juego -o intervenía poco- la televisión y los formidables ingresos económicos que proporciona a través de la publicidad, y, por tanto, la Unión Ciclista Internacional (UCI) no administraba los enormes dineros que hoy administra.
El ciclismo es un deporte para superdotados y que apareja un desgaste físico muy notable. Salta a la vista, y lo corrobora de manera inapelable el que, por lo general, los ciclistas no suelen ser longevos. No lo fueron ni Coppi ni Anquetil ni Louison Bobet, por sólo citar a tres estrellas. Los intereses económicos, a los que están prendidas las marcas patrocinadoras, engendran altísimas expectativas de rentabilidad; la UCI programa cada vez más carreras: el nivel de exigencia sube de grado, el espectáculo subsume, y ahora el deporte y el resultado es el que tenemos: los ciclistas recurren a fármacos o estimulantes para resistir con fortuna. No pasa sólo en el ciclismo: el atletismo es tremendo en este aspecto, comenzando por las niñas gimnastas, sometidas a una preparación inhumana, y concluyendo por los grandes velocistas, como el negro Ben Johnson -negro y medio apátrida tenía que ser-, que fue anatematizado y expulsado por dopaje de los Juegos Olímpicos de Seúl. A Pedro Delgado, por las mismas fechas más o menos, estuvieron a punto de expulsarle del Tour, que finalmente ganó, aunque eso no le privó de las caras largas y de algunas ausencias institucionales en la llegada a París, acusado como fue de lo mismo, hasta que se demostró que el fármaco de marras no iba contra las disposiciones vigentes.
Todo es de una impresentable hipocresía. Por una parte se exige a los deportistas el máximo esfuerzo: se lo exigen organizaciones que o son empresas y quieren ganar el máximo dinero posible con el deporte-espectáculo o son aparentes organizaciones deportivas (UCI, UEFA, FIFA y hasta el COI, ¿por qué no?), que se han convertido en maquinarias financieras que apalean millones de pesetas. Por otra parte se exige, ley en mano, y ahora Torquemada en mano, como ese juez de Lille, que el juego sea limpio, que aquí nadie se estimule ni tome ninguna medicina non sancta. Pero el cuerpo humano da de sí lo que da y nada más que lo que da, y la facilidad con que los policías franceses han encontrado pruebas confirma que nadie jugaba a ocultar nada. La detención de los médicos de los equipos señala con claridad que se trata de prácticas habituales y normalizadas.
Ocurre, nada más, que la naturaleza humana impone límites, y rebasarlos -y esto es lo que pide el espectáculo- exige la estimulación de los cuerpos. Con su habitual cinismo -e inteligencia em-presarial-, el presidente del COI, señor Samaranch, que ha profesionalizado hasta sus últimas consecuencias los Juegos Olímpicos, ha declarado que conviene estudiar cuáles son las dosis en que fármacos y estimulantes hacen daño, porque la actual regulación no es satisfactoria. El señor Samaranch está dispuesto a que la explotación siga, pero sin hipocresías. Por lo menos es claro. Las conclusiones son evidentes: esto no hay quien lo pare; el deporte-espectáculo es una cosa y el deporte es otra. Pero, eso sí, llamemos a las cosas por su nombre. El barón Coubertin y todos los Coubertines que en el siglo han sido han pasado a mejor vida. Hasta el espectro del alado Fausto Coppi se ha muerto para siempre.
Y así como es ridículo y pacato continuar con la ley seca que en la práctica constituye la persecución actual de la droga, de la misma manera, en el plano del deporte-espectáculo, habría que dejar que las aguas fluyeran a su antojo, con sus inmensos intereses de por medio, y que fueran los propios actores del espectáculo quienes decidieran lo que les va mejor a su salud y a su rendimiento. Ellos, no los grandes intereses, que les sacan a las vacas -valga el símil- todo el provecho posible y después se rasgan las purísimas y puritanas vestiduras porque las vacas dicen que en su leche mandan ellas.
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