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Tribuna
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La Feria

Rosa Montero

Participar en la Feria del Libro de Madrid es como hacer unos ejercicios espirituales. Porque hay unos cuantos escritores que firman mucho y a los cuales les engorda la autoestima en estos días, pero en realidad la inmensa mayoría de los autores, al margen de su calidad, venden muy poco, y para ellos las largas sentadas en la Feria son un sublime entrenamiento de modestia forzosa.Les veo ahí, cuando voy de camino a mi caseta, metidos en sus chiscones como pajaritos en una jaula, más solos que un explorador en mitad del Polo, porque la peor soledad es estar rodeado de muchedumbres que te ignoran. Les veo ahí, en fin, con atribulada cara de orfandad, la misma que se me debe de poner a mí, supongo, cuando no firmo, porque todos los humanos necesitamos de la mirada del otro para ser lo que somos, y lo cruel y fascinante de la Feria del Libro es que esa necesidad se plasma más que nunca, con todos los escritores expuestos en las casetas como terneros en un mercado de ganado, los más fracasando de manera pública y notoria: ni siquiera perder unas elecciones es algo tan evidente y tan sangriento.

Hay algunos autores que son inaguantables, y otros tan fatuos y tan necios que están mucho más interesados en el hecho de ser escritores (de ocupar ese lugar social) que en escribir; pero, en general, tengo la sensación de que los novelistas son unas personas bastante decentes, en comparación con otros profesionales; y esto tal vez sea, entre otras cosas, por ese intenso ejercicio de realidad, relativización y humildad que han de soportar en la Feria del Libro. Por eso se me ocurre que podríamos organizar una feria igual, pero, por ejemplo, para políticos, y meter a todos esos pelmazos en casetas, doscientos a la vez, unos frente a los otros, sometidos al directo desdén del personal. Y a ver qué pasa.

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