Paremos la infección
DURANTE MUCHOS años se mantuvo en pie la ficción de que España no era un país racista. Hoy, después de la proliferación de agresiones de bandas juveniles fascistas contra inmigrantes o simplemente personas con piel de color diferente, ya no es posible sostener una afirmación tan ingenua. La apertura de las fronteras y, sobre todo, la llegada de extranjeros que no responden a la figura deturistas opulentos, sino a la de inmigrantes acuciados por la miseria y trabajadores en desesperada búsqueda de empleo, han puesto a la sociedad española ante su imagen más terrible, la de un racismo extendido en todos los ámbitos sociales y políticos que amenaza con transformarse en un malestar crónico.Las conclusiones de la encuesta realizada en 1997 por un catedrático de Antropología Social de la Universidad Complutense, entre 6.000 escolares de toda España, son estremecedoras y constituyen en sí mismas una señal de alarma para padres y educadores. El 72,5% de los escolares -mayores de 13 años, pero no universitarios- consideran que España es una sociedad racista, aunque el 86% no se reconoce como tal. Pero las preguntas más específicas desenmascaran graves prejuicios raciales entre encuestados tan reacios a autodefinirse como racistas. Casi el 54% de los adolescentes no están dispuestos a casarse con gitanos, más de la mitad rechaza el matrimonio con árabes, un tercio abomina de una unión con personas de etnia judía y casi el 30% hace lo propio con negros africanos.
Es un pobre consuelo que estos porcentajes sean ligeramente inferiores a los de una encuesta similar realizada en 1993. Porque aunque las pulsiones racistas hayan disminuido ligeramente, a cambio se detecta un crecimiento del rechazo hacia los inmigrantes. Tres de cada cuatro escolares son partidarios de que España impida la entrada de nuevos inmigrantes, y casi 11 de cada 100 exigen la expulsión de los inmigrantes ya establecidos. Un porcentaje similar se declara dispuesto a votar a un partido similar al de Le Pen en Francia. Dato preocupante que augura un enquistamiento de la intolerancia racial en las próximas décadas; y, al mismo tiempo, debe avergonzar a una sociedad que se dice erigida sobre la igualdad y la tolerancia.
El racismo es una enfermedad compleja, frustrante y contagiosa. En España, como en el resto de Europa -que durante largos periodos acogió, también con reflejos indudablemente racistas, la inmigración de miles de trabajadores españoles-, se alimenta de miedo a lo extraño, autismo cultural y falta de confianza. También de una alarmante carencia de soluciones, sociales y políticas, en los países industrializados para hacer frente a la presión de quienes huyen de la pobreza y la enfermedad del Tercer Mundo. El racismo se agudiza hasta la exasperación cuando se mezcla con problemas tales como la inseguridad en el empleo y se extiende como un axioma la falacia de que los inmigrantes "quitan puestos de trabajo a los españoles". Éste es precisamente el caso: una parte de la sociedad española, acuciada por una tasa de paro muy elevada, inquieta por la inseguridad laboral, observa a los inmigrantes como competidores en potencia y enemigos naturales de su bienestar.
Es difícil saber si la sociedad española, fraguada en el mestizaje de culturas diversas e incluso antagónicas, posee los anticuerpos necesarios para combatir tal enfermedad. La encuesta del catedrático define de forma exacta entre los adolescentes españoles lo que ya intuíamos del conjunto del país: que las actitudes racistas en España están fuertemente enraizadas y no desaparecerán mediante simples invocaciones a la igualdad y al respeto. Es el momento de plantear sin demora actuaciones sociales, educativas y legales para cortar la infección. La sociedad española -como las europeas, pero esto no es un consuelo- debe enfrentarse con firmeza a la amenaza de la xenofobia e impedir que se incuben los huevos de la serpiente.
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