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El azar y su síndrome

En su Diccionario de filosofía, Fernando Savater justifica el derecho al aborto en estos términos: "Ya que nada puede garantizar al nasciturus que vaya a ser realmente bien recibido por sus progenitores, parece socialmente decente intentar ahorrarle al menos la disposición francamente hostil (sean mejores o peores los motivos) de éstos". Desde el punto de vista ético que implican estas palabras, yo escribí una columna en este periódico (Selectos, 23 de enero de 1997) en defensa de la ministra holandesa de Sanidad y su decisión de aceptar que el sexo no deseado de un feto pueda ser motivo legal del aborto. Esa columna ha merecido un artículo crítico de Savater (Vuelve la predestinación, 16 de febrero de 1997). No es la primera vez que en lo tocante a las relaciones entre ética y tecnología génica, Savater -ese moralista que se mezcla entre los hombres y los conflictos de su tiempo para extraer una lección valerosa, libre y bien narrada- baja la guardia y muestra el brío mate del oráculo que exige gaseosa para los experimentos. En este asunto el filósofo se muestra desmoralizado, más propenso a cortar por lo sano que a desanudar con paciencia y riesgo la enmarañada madeja de ambigüedad con que la novedad científica ciñe el presente.Hay algo, además, que, sin manifestarse explícitamente en, el artículo de Savater, está en la trastienda. En su certeza en saberse del lado del humanisino.

Esta certeza puede que provenga de su ofició, de la manera como incluso sus metáforas -"la desazón gloriosa de nuestra carne"-creen alzarse ante la fría legitimidad tecnológica. Es una seguridad injustificada. Nada garantiza que una metáfora o un profesor de Ética estén más cerca de un hombre que un bisturí o un cirujano, ni que mejor le sirvan. Detrás de la más sofisticada investigación tecnológica puede haber barbarie, nigromancia, dictadura; pero esa investigación trae alivio y consuelo, disemina humanísima piedad entre gran número de hombres. Es seguro que Savater no ignora nada de eso, pero su texto parece proclive a considerar que la ética y el humanismo son ante todo una especialidad.

El núcleo de su argumentación es éste: "Es lícito planear tener un hijo, pero resulta repugnante planear el hijo que se va a tener". Savater por fortuna suya y nuestra vive en una sociedad que ya ha separado placer sexual y reproducción- acepta la planificación familiar, es decir, acepta como moralmente lícito que una pareja pueda decidir cuándo y en qué circunstancias quiere tener un hijo. Luego acepta que el proceso de un feto pueda interrumpirse en razón de malformaciones del feto o graves enfermedades hereditarias. Pero "planear el diseño" le parece repugnante. ¿Por qué? No queda claro. Más parece su repugnancia capricho atávico que resultado de la claridad analítica: decidir cuándo y en qué circunstancias se tiene un hijo o aclararse a uno mismo que un feto no proseguirá ante la evidencia de una malformación o una muerte inminente ya supone un diseño del hijo. Y precisamente porque supone un diseño, la militancia provida se abstiene de intervenir- ni para corregir ni para conocer-, resignada al designio y al diseño de Dios, que es como esa militancia suele llamar al azar. Pero es que, además, cualquier paternidad responsable incluye uno y mil diseños: estéticos, morales. Y sería una candidez asegurar que su revocación por el hombre adulto es más fácil que la revocación genética. Los hijos no son propiedad de sus padres -aunque esa distinción tenga escaso valor desde la razón práctica que invoca con frecuencia Savater-, pero no hay duda de que los hijos se deben a sus padres, como suelen decir con rara exactitud los padres cada vez que quieren que sus hijos obedezcan y sean buenos.

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Llegado a este punto, los argumentos de Savater se repliegan en torno a un núcleo preocupante: el azar génico, viene a decir, es la base de la libertad humana. Me inquietaría que Savater creyese en serio, más allá de la argucia retórica, que el azar puede que tenga que "ser reivindicado como el primero de los derechos humanos": que el azar se instalara como un derecho sería la señal definitiva de que el hombre ha agachado la cabeza. El hombre sólo ha tenido, y tiene, un proyecto: limitar el azar, el no-conocimiento, limitar el estrago de una naturaleza que nos conduce a la muerte. Luchar contra el azar es asimismo luchar por la igualdad humana. Una de las peculiaridades del génico azar liberador es que suele favorecer o peijudicar a los mismos: lo que más me escandaliza del azar es su dudosa condición azarosa.

Por supuesto que los movimientos del hombre en el camino del conocimiento ocasionan desastres. Pero hay, sumariamente, dos actitudes posibles ante esta búsqueda a tientas. Una de ellas es-la propia del pensamiento reaccionario. Manifiesta una ciega desconfianza en el hombre y dictamina que ante el abismo que abre cualquier descubrimiento el hombre siempre optará por el salto el vacío. Es el pensamiento que ve en los ojillos de la oveja Dolly el desfile de un regimiento de criminales clónicos. Hay otra actitud ante esa búsqueda. Ésta: "[La] actitud humanista sigue siendo tan válida hoy como en tiempos de Demócrito o de Montaigne, aunque en cada época necesita poner a punto su mensaje práctico de acuerdo con los retos del presente. Y ahí está la dificultad, junto a la tentación de abandonarse a algo definitivo que nos dirija desde arriba o desesperarse por no hallarlo. El peligro no es la inmoralidad, perpetua compañera y cómplice del esfuerzo moral, sino la desmoralización, que nos impulsa a abominar del presente -ya no se puede ser hombre o aún no se puede serlo- y nos entrega a los técnicos, a los profetas, a los capitanes carismáticos, a los financieros, a cualquier especialista en mandar sin réplica en nombre de una revelación cerrada y no a todos accesible". Son palabras del magnífico Savater que conozco. También están en su diccionario.

Es probable que la acción del hombre genere tiranías e injusticia. Pero ninguna tan pertinaz, tan desalentadora, tan ilimitada y tan cruel como la que el azar impone cada día a los hombres. Una tiranía que entre sus secuelas incluye, como le es propio, la del síndrome de Estocolmo.

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