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Vivir sin filosofía

Víctor Gómez Pin

"Afortunados aquellos para quienes... por cercanas que se hallen la una de la otra, la hora de la verdad sonó antes que la hora de la muerte". (Marcel Proust)Hace unos meses, destacados científicos españoles hicieron pública su preocupación por la situación de la ciencia en España elaborando un manifiesto que tuvo amplio eco en los medios de difusión y sobre todo unánime acogida por parte de la opinión pública. Se diría que la generalidad de los ciudadanos tenía certeza, más o menos reflexionada, de que tras la aparente aridez de su lenguaje y la parcialización en ámbitos ultraespecializados la ciencia encierra algo que a todos concierne. Un par de años atrás había surgido un movimiento análogo a favor de la filosofia, disciplina que muchos consideraban amenazada por disposiciones administrativas y concretamente por la nueva ordenación del bachillerato. Pues bien, no sólo el eco mediático de tal inquietud fue incomparablemente menor, sino que desde el primer momento estuvo teñido por una suerte de generalizada sospecha: no se percibía aquella reivindicación como intento de salvaguardar y revitalizar una exigencia social y espiritual que (tal el caso de la ciencia) habría sido soslayada en razón de atraso económico o barbarie sociopolítica; se veía más bien como defensa de meros intereses corporativistas de los profesionales de la filosofía; intereses tan legítimos como los de los trabajadores amenazados de Iberia pero maquillados con insufrible retórica sobre la necesidad de salvaguardar principios humanistas y el espíritu crítico de nuestras sociedades. Es difícil negar que algo (o mucho) había de ello y que la reacción indiferente o irritada de muchos estaba más que justificada.

Y, sin embargo, la filosofía es objetivamente elemento esencial en la configuración de la vida espiritual. En relación a la ciencia (y lo mismo podríamos decir de arte) se halla tan vinculada al proceso mismo de constitución de sus teorizaciones fundamentales que en ocasiones (en los nombres de Descartes, Leibniz, Galileo, el propio Aristóteles) es imposible discernir dónde acaba el científico y dónde comienza el filósofo. Tratándose de reivindicar un auténtico enriquecimiento (indisociablemente espiritual y material) de nuestras sociedades, ambas reivindicaciones (pro ciencia y pro filosofía) deberían hallarse vinculadas. Y cabe decir que el hecho mismo de que no lo estén pone de relieve lo estéril de la una y de la otra. La ciencia que hay que reivindicar no cabe en ausencia de la filosofía; no cabe porque tal ciencia lleva la filosofía dentro. Vincularse a la filosofía es algo que la ciencia realiza automáticamente cuando meramente reconoce su propio origen, a saber, el aristotélico estupor ante el mundo y el irrefrenable deseo de hacerlo transparente cuando reivindica el apetito de intelegibilidad que confiere sentido a los procedimientos computativos, inductivos y descriptivos que constituyen su práctica concreta. Pero dar cabida a una ciencia que reivindicara su razón de ser supondría un auténtico haraquiri para la organización de la vida cultural, económica y afectiva sustentada precisamente en el hecho de que los ciudadanos difiramos permanentemente el momento de confrontación con aquello en lo que reside nuestra razón de ser. No cabe, hoy por hoy, vincular la generalidad de la práctica científica a la filosofía simplemente porque no hay espacio social para ésta, o, por mejor decir, porque el espacio social que conocemos se sustenta en un repudio de la filosofía.

De tal repudio la ciencia misma como valor colectivo es la primera víctima. La auténtica democratización del trabajo científico consistiría en que los ciudadanos, por el mero hecho de serlo, tuvieran ocasión de reflexionar sobre algo tan elemental, inteligible y cargado de riqueza conceptual como por ejemplo los experimentos de Galileo relativos a tiempo, espacio y movimiento. Mas en lugar de ello se nos ofrece la ocasión de postrarnos beatamente ante objetos electrónicos, encarnación de redes que van efectivamente tejiendo la trama de la vida cotidiana y en ocasiones obsorbiendo su sustancia. Complementariamente las exigencias éticas o estéticas adoptan la forma paródica de una tisana edificante consistente en la iteración de' máximas que en las condiciones sociales objetivas no tienen la menor posibilidad de ser operativas. Comulgamos (¡a bajo precio!) en la afirmación de que el abuso del débil caracteriza a un canalla o que el jerarquizar a las personas por motivo de raza atenta contra la dignidad que todo humano tiene por el mero hecho de serlo. Mas lo que, de verdad nos dignificaría sería reflexionar sobre el hecho (¡tremendol) de que el sistema de valores imperante se sustenta en jerarquizaciones económicas y culturales de las cuales el racismo es inevitable expresión; en consecuencia de lo cual el que no abusa del débil corre serio peligro de ser víctima de abuso.

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En el ínterin, la confrontación futbolística va tomando caracteres de verdadera agonía y la menor quiebra de la patria imaginaria es vivida como la mutilación más íntima. Pues vivir sin filosofía equivale efectivamente a per manecer extraviados entre que haceres cotidianos generalmente embrutecedores y a buscar compensaciones meramente imaginarias, que de realizarse nada satisfacen, pero de no hacerlo frustran realmente. Vivir sin filosofía es aceptar como propio un mundo en el que todo problema verdadero ha sido arrancado de nuestro horizonte mientras proliferan asuntos y cuitas en el origen puramente artificiosos pero que acaban realmente por constituir la trama íntegra de nuestras vidas y determinar exhaustiva mente el sistema de valores que las rige. ¿Necesario todo esto? ¿Condenados los humanos a agonizar entre simulacros, entre parodias de lo que realmente nos duele? La última palabra no está pronunciada. Pues, aunque todo indica que vamos a vivir sin filosofía, resulta que sin filosofía... pura y simplemente no cabe vivir. No cabe vivir al menos si de vida humana se trata y no de mera existencia biológica. Aristóteles lo señala radicalmente en frase que constituye un deber iterar en cuantas ocasiones sea necesario: "Todos los humanos por genuina disposición aspiran a ser lúcidos". Por lo irremediable de tal aspiración, vivir sin filosofía es sumergirse en la sombra; sombra poblada de fantasmas, en ocasiones meramente grotescos, en otras virtualmente criminales.

Exhortando a la confrontación consigo mismo que la lucidez supone, un proverbio francés ("Il fautpas mourir aveugle") incita a vencer la ceguera al menos en el momento de la muerte: "Pues en realidad no hay alternativa", cabría añadir, al barruntar que en tal momento la asunción de lo real es de hecho inevitable: "Afortunados aquellos para quienes... por cercanas que se hallen la una de la otra, la hora de la verdad sonó antes que la hora de la muerte".

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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