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Las privatizaciones en América Latina

Jorge G. Castañeda

En Bolivia, miles de manifestantes atestan las avenidas de La Paz protestando contra la privatización -capitalización es el nombre preferido en el país andino- de la empresa petrolera estatal, Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos; las Fuerzas Armadas de Bolivia le expresan su inquietud al presidente Sánchez de Lozada por la venta de los ferrocarriles y de los hidrocarburos. En Paraguay, las principales centrales sindicales realizan una huelga general de un día exigiendo, ciertamente, un aumento de salarios, pero también la convocatoria de un referéndum sobre las privatizaciones propuestas por el Gobierno, tal y como sucedió en Ecuador hace un año y en Uruguay hace dos.En Brasil, el presidente del equipo de privatizaciones del régimen anuncia la postergación de la venta de la empresa de luz y fuerza de Río de Janeiro aduciendo condiciones de mercado inadecuadas. La enajenación de la compañía Vale do Río Doce, la joya de la corona privatizadora de Brasil y quizás de toda América Latina, se ha demorado mucho más de lo previsto, y nadie sabe cuándo llegará a la mesa de remates, si es que llega. Y en México, campeón mundial de las privatizaciones en gran escala y en poco tiempo, los planes del Gobierno de vender los cuatro grandes complejos petroquímicos de Pemex y de permitir la participación de empresas extranjeras en la constitución de las nuevas administradoras de fondos de retiro (Afores) enfrentan de repente una recia oposición... ya no de la oposición, sino del propio, PRI, el partido gobernante.

¿Adaso algo anda mal en el paraíso privatizador que fue América Latina hace apenas un par de años? En el supuesto de que, efectivamente, se esté produciendo un regreso del péndulo en esta materia, varias razones lo explicarían. Algunas son comunes a todos los países de la región, otras corresponden específicamente a determinadas naciones pero todas poseen un denominador común: las privatizaciones realizadas hasta la fecha, o bien no funcionaron, o bien, a pesar de su éxito, arrojaron beneficios muy inferiores a los esperados, y hoy, al elevarse los costes de nuevas ventas, el saldo resulta mucho menos atractivo que antes. En la primera categoría habría que colocar a varias empresas de distintos países: desde Aeroperú, Aerolíneas Argentinas, Viasa y Mexicana de Aviación en el rubro del aerotransporte, hasta los bancos mexicanos y algunos intentos de privatización de fondos de pensiones. Resulta ahora que las empresas vendidas siguen perdiendo dinero, que las empresas compradoras procuran deshacerse de ellas o que el esquema entero genera beneficios menores de los anunciados y que los que fueron anteriormente atribuidos a dichos esquemas en realidad tenían un origen diferente. En el caso de los fondos de pensión de Chile, comienzan a decaer los rendimientos devengados a los ahorradores, y el espectacular aumento del ahorro interno no es responsabilidad de los fondos, sino del esfuerzo de las empresas (ver al, respecto el significativo estudio de Merril Lynch Latin American economics: savings and investment in Latin America).

O, como en el caso de las carreteras privadas en México, sale más caro el caldo que las albóndigas y el Estado se ve ahora obligado a hacerse cargo de la deuda, del mantenimiento y pronto de la operación de las autopistas, algunas de las cuales, de todas maneras, son útiles, y otras, como la México-Acapulco, que costó 3.000 millones de dólares, terminan siendo un elefante blanco digno de la mejor época del populismo mexicano.

En lo tocante a la banca en México, el desastre ha sido estrepitoso, no única ni necesariamente por la privatización, pero esta última se ha vuelto indisociable de la terrible crisis que ha azotado al sistema financiero mexicano desde la devaluación de diciembre de 1994.

En otros casos -con independencia de las condiciones de su realización-, las enajenaciones han funcionado relativamente bien (Teléfonos de México, las empresas siderúrgicas de punta de Brasil, las dos telefónicas en Argentina y las empresas de agua potable de Buenos Aires), pero sin ser tampoco la panacea que muchos exaltaron. Y las sociedades latinoamericanas, justificadamente hartas del mal estado que las ha gobernado, y lógicamente expectantes frente a los milagros prometidos, hoy comienzan a mudar de ánimo ante las promesas incumplidas. ¿Qué ha sucedido? En algunos casos, los actores políticos y económicos se han percatado de que las empresas que perdían dinero cuando eran públicas siguen perdiendo ahora que son privadas, pero son al mismo tiempo indispensables para la buena marcha de un país. Se trata, por ejemplo, de casi todo el andamiaje de infraestructura que los regímenes latinoamericanos construyeron a lo largo de muchos años. Existen rutas aéreas y carreteras que, simplemente, no son rentables y que, sin embargo, son necesarias; el coste de las pérdidas tiene que ser socializado. En otros casos, y esto es cada vez más frecuente y explica, entre otras razones, el actual descrédito de las privatizaciones en México, la corrupción descubierta en las ventas ha sido descomunal y las ganancias para algunos han implicado pérdidas importantes para muchos otros. Uno de los alegatos a favor de la entrega al sector privado de diversas empresas estatales fue justamente el combate a la corrupción, generalmente vinculada al sector público. Ahora las sociedades se enteran de que la venalidad asociada a las ventas mismas y luego a la gestión privada es semejante o peor a la de antes. Proliferan las preguntas sobre el origen de los fondos con los que se compraron los activos estatales; abundan los susurros que pronuncian la palabra prohibida: el narcotráfico.

Finalmente, dos factores adicionales nutren las dudas y la renuncia de sectores crecientes de las sociedades latinoamericanas. El primero involucra el problema del marco regulatorio: no es lo mismo privatizar en el Reino Unido, donde la autoridad regulatoria tiene siglos de experiencia y honestidad, que en Venezuela, donde la corrupción, como en México, es endémica y la capacidad fiscalizadora del Estado brilla por su ausencia secular. El diseño económico-social anglosajón, cualquiera que sean sus ventajas e inconvenientes, implica un Estado débil como propietario, pero poderoso en tanto sujeto regulador o fiscalizador de los agentes económicos y de los actores sociales. Querer el Estado-dueño anémico de los liberales y el Estado-regulador enclenque de la tradición colbertista, socialdemócrata o japonesa es un contrasentido.

En segundo lugar, se ha comprobado cómo muchas empresas privatizadas han procedido a lo que se esperaba de ellas: el mentado downsizing, esto es, la reducción de plantillas o nóminas, con el fin de promover la eficiencia, la competitividad y las utilidades. Y en muchos casos los resultados son dignos de elogio: las firmas más productivas conquistan mercados, aumentan sus ventas, pagan más impuestos, e incluso crean nuevos empleos que sustituyen a los anteriores -imprroductivos- que se perdieron. Pero en muchas otras ocasiones -las más- el ajuste de personal se produce sin que se vislumbre el provecho para nadie. Y en cambio, las consecuencias del desempleo masivo en sociedades sin redes de salvaguardia, con índices de desocupación y subempleo inconmensurables con las de los países industrializados, se toman intolerables.

Y la interrogante surge: ¿no era preferible conservar los empleos que con tanto esfuerzo se habían creado, aun a un coste social elevado, si la alternativa es el desempleo, la delincuencia y la desesperación?

Buena parte del proceso privatizador en América Latina es hoy irreversible, para bien o para mal. No hay marcha atrás en la. mayoría de los países o empresas, ni debe haberla. Pero las lecciones de los errores cometidos, de los abusos y de las improvisaciones deben servir a la vez para futuras enajenaciones -que sí son perfectamente anulables cuando carecen de lógica intrínseca- y para corregir lo que se pueda cuando sea posible. Las modas son pésimas consejeras; hoy que el afán privatizador se desvanece, es tiempo de sacar cuentas, evitar empecinamientos y recordar que hasta las modas parisienses cambian con la estación.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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