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Reportaje:PLAZA MENOR - QUEVEDO

La frontera imposible

No fue muy generosa la ciudad con este su hijo predilecto y cascarrabias, satírico feroz y agudo filósofo. Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, que fue un caballero de luto y muy dado al humor negro, reposa_ en piedra blanca sobre un pedestal modernista, corto de fuste y sobrado de metáforas, que le hace aparecer casi como una figurilla de tarta, tiznada y deslucida por un hollín que aún no ha llegado a cubrirla piadosamente.Desplazado como un mueble molesto a un lado de la glorieta de su nombre, el caballero permanece ajeno a los provocativos reclamos del VIP'S y al trasiego de felices compradoras del cercano Simago. Finge ignorar también el mercadeo que a sus espaldas llevan los vendedores ambulantes de hortalizas, flores o baratijas en las aceras sembradas de obstáculos, donde se acumulan bancos, cabinas de teléfono, quioscos, chirimbolos y chirimbolillos, maquinaria y cascotes de un edificio en restauración.

La glorieta de Quevedo fue hasta hace no demasiado tiempo frontera de la capital, atravesada por la Mala de Francia, que es corno acertadamente llamaban los madrileños a la carretera que llevaba a Irún pasando por los Cuatro Caminos, que eran un municipio independiente y aguerrido, separado de Madrid por un bosque de cruces y lápidas, camposantos y descampados. En los edificios de la plaza se siente la huella fronteriza, espacio caótico rodeado de muestras de la más variada arquitectura, antigua, moderna y mediopensionista. Lo más antiguo y significativo lo forman casas de viviendas de modesta altura, edificadas a la medida del hombre, que están siendo restauradas; en una de ellas, una artística placa recuerda que allí vivió y trabajó el pintor Mateo Inurria en tiempos seguramente más bucólicos que éstos. En el caserón colindante, más alto y pretencioso, edificado probablemente a principios de siglo, una placa más pequeña recuerda al gramático Julio Cejador, que residió en esta casa de sólidas y ornamentadas galerías de hierro y cristal. Más moderno y mucho más decrépito es el edificio que separa San Bernardo de Arapíles, casa fantasma y deshabitada donde cuelgan como pingajos los anuncios de una antigua academia. En sus bajos, el café Cervantes continúa inmutable en su digna decrepitud, basando en el trato amable y en las generosas tapas su difícil supervivencia a pocos metros de un rutilante burger.

. La glorieta de Quevedo parece estar esperando un cambio que no acaba de llegar. Un comercio de electrodomésticos anuncia una apocalíptica liquidación por cese de existencias, mientras otros agonizan sin tantas alharacas a su alrededor. La glorieta de Quevedo ha ido perdiendo su aire golfo y pecador, casi quevedesco. Sólo los más viejos del lugar recuerdan que, más o menos por donde anda ahora La Caixa, se alzaba Las Palmeras, sala de fiestas profusamente decorada de trópico imposible, baile popular y emblemático de la posguerra madrileña bajo la protección de los ángeles negros del beato Machín. Otros más jóvenes se limitan a añorar los programas dobles del cine Quevedo, reconvertido en moderno gimnasio tras décadas de sombrías sesiones continuas como albergue de estudiantes novilleros, parejas amantes de la oscuridad y vagabundos que establecían allí su dormitorio y su aseo.En Quevedo se rinden la calle de Fuencarral y la ancha de San Bernardo, que no quieren ir más allá para no perder su categoría de vías céntricas. De Quevedo parte Bravo Murillo, longilínea arteria entubada junto al Canal de Isabel II, y Eloy Gonzalo, calle chamberilera y burguesa consagrada a la memoria del proletario héroe de Cascorro que se dejó su estatua en el corazón del Rastro. Los primeros metros de Eloy Gonzalo, junto a Quevedo, acogen la mole de nueva planta de la Caja de Ahorros, un fortín blindado que sustituyó al viejo edificio del Monte de Piedad.

En la acera de enfrente, como anacronismo misteriosamente preservado está el Instituto Homeopático, y, Hospital de San José, protegido por sus vedas de hierro que dejan ver un jardín decadente que alguien cuida todavía. Dos naranjos exhiben sus milagrosos y ornamentales frutos entre los setos de romero, las adelfas y las acacias escuálidas. El edificio principal, abandonado, fantasmal y británico, muestra la podredumbre de sus hermosas galerías de madera labrada y arruinada. En el centro del jardín, una pequeña estatua del santo patrono ha ido perdiendo su policromía y palideciendo irremediablemente, y en uno de los muros colindantes se han ido borrando los nombres de los doctores que formaron el último cuadro médico de esta venerable institución, pionera de la medicina homeopática, cuyos procedimientos curativos consisten en tratar la enfermedad con sus mismas armas, inoculando en el paciente los principios activos del mal que le aflige. El edificio proyectado por don José Segundo de Lerma sobrevive milagrosamente al tratamiento; un resignado perro guardián de aspecto fiero es el único ser vivo a la vista, aunque en un pabellón lateral de ladrillo, de corte neomudéjar, subsisten trazas de cierta actividad, quizás de carácter benéfico, a juzgar por el cartel del Domund que luce en una ventana. Asomarse a la veda del Instituto es volcarse en el pasado, retroceder un siglo de vida madrileña. Hasta hace unos años los clientes de uno de los mejores quioscos tradicionales de horchata, limón y agua de cebada de la villa gozaban los calurosos crepúsculos de esta burbuja espacio temporal dando la espalda al tráfico, pero la modernización arrambló con el quiosquillo y desprotegió la fachada del hospital, cuya deteriorada salud arquitectónica hace temer lo peor, pues se insinúa en el aire la piqueta demoledora de los bárbaros. Milagro debido a la contabilidad de san José debe ser la prodigiosa conservación de este monumento a proteger en uno de los solares más golosos de Chamberí.

En la glorieta de Quevedo aún dibujan los raíles del antiguo tranvía sus inútiles parábolas, pero son las bocas del metro, que desde allí lleva sin paradas intermedias a la lejana encrucijada de los Cuatro Caminos, las que pueblan y despueblan a su antojo las aceras con oleadas de viajeros urbanos que sortean con ademanes de impaciencia el acoso de los vendedores ambulantes y las trampas del mobiliario urbano. De vez en cuando, uno de ellos se para y parece sorprendido, perdido en este cruce de caminos, apercibido de haber llegado a la frontera de algo indefinible, al término de la vieja ciudad.

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