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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Prision polémica

LA IRRUPCIÓN en las cárceles españolas de un significativo número de inquilinos no habituales -gentes procedentes del mundo de la empresa, de las finanzas o del estamento político- no sólo ha convulsionado el mundo carcelario; también el de la justicia y el de las leyes penales, tradicionalmente especializados en el tratamiento de ciudadanos cuyo perfil social -edad media de 25 años, estudios -primarios, ingresos familiares bajos, escasa experiencia laboral, drogodependencia- poco tiene que ver con el de estos recién llegados.La prisión preventiva es una de las medidas legales que más han impactado a estos nuevos presuntos delincuentes de cuello blanco y a los sectores sociales a que pertenecen. No hay que extrañarse de ello. Por su carácter sorpresivo, por el cambio drástico que supone en las condiciones de vida de quien la padece, por los motivos escasamente precisos en que se sustenta y por la amplia discrecionalidad de quien la adopta, contiene, más que ninguna otra decisión judicial, elementos para la controversia.

Pero si la polémica social sobre la prisión preventiva es una relativa novedad, la disputa doctrinal siempre ha estado presente en los ámbitos jurídicos. Contra lo que pudiera parecerles a algunos, esta medida cautelar vinculada al proceso penal ha estado incluida desde siempre en la centenaria Ley de Enjuiciamiento Criminal, mucho antes de que la sufrieran Conde y Romaní, Rubio y De la Concha, Sancristóbal, Sotos y De la Rosa, por citar sólo a algunos de los más relevantes miembros de esta nueva clase carcelaria.

Al margen de que sea ahora, y no antes, cuando se cuestiona socialmente con más fuerza la regulación legal de la prisión preventiva, es incuestionable que ésta necesita una profunda reforma. Hace 12 años -en 1983-, los socialistas intentaron limitar su duración máxima a seis meses o un año, según el tipo de delito, para evitar que siguiera siendo lo que era hasta entonces: una especie de pena anticipada que sufrían más del 50% de los presos españoles. Pero los sectores sociales que ahora claman con más energía contra la prisión preventiva obligaron al Gobierno de entonces a dar marcha atrás en una reforma de indudable marchamo constitucional. Motivo: la mayoría de sus beneficiarios eran el tipo de presuntos delincuentes que más incidían en la inseguridad ciudadana, convertida por la oposición conservadora en su primera bandera contra los socialistas.

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Es de esperar que en las nuevas circunstancias la esperada y obligada reforma de la prisión preventiva no tenga los poderosos enemigos de la fracasada en 1983. Esa reforma no debería quedarse en la fijación de unos límites más razonables a la duración de la prisión preventiva. Una reforma acorde con la Constitución no sólo no puede ha cer distingo alguno, como es obvio, entre diversos tipos de delincuentes, sino que debe precisar mucho más que ahora los motivos legales que justifican la prisión preventiva. Uno de ellos, el viejo e indeterminado concepto de alarma social, no tiene el mismo significado en una sociedad como la actual, condicionada fuertemente por los medios de comunicación social, que en la de finales del siglo XIX.

De otro lado, parece contradictorio con el sistema de garantías constitucionales que el juez que investiga y hace las preguntas al inculpado tenga en sus manos la posibilidad de meterle o no en la cárcel. Esa circunstancia introduce un elemento coercitivo indeseable en el proceso penal, sobre todo cuando la Constitución reconoce el derecho a guardar silencio y a no declarar contra sí mismo. Parece razonable que fuera un juez o un tribunal distinto, objetivamente imparcial y no contaminado por el interés de la instrucción, el órgano jurisdiccional encargado de decidir sobre la prisión preventiva o sobre otras medidas relacionadas con las garantías y los derechos del inculpado. Y más razonable sería todavía un proceso penal no inquisitivo, en el que el juez sólo juzgara y el ministerio público asumiera las tareas de la investigación y acusara en consecuencia. Pero ello supondría un giro copernicano en el sistema judicial español, hoy por hoy, inviable.

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