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La soga de Yeltsin

Antes de hablar sobre el futuro de la democracia rusa habría que examinar su presente, si admitimos que éste existe. Las bases económicas y sociales de la sociedad democrática no se han formado aún en Rusia, aunque hay rasgos políticos de la democracia en estado embrionario, como las instituciones parlamentarias y la prensa libre no-estatal, que no pueden considerarse aún como de pleno valor.Formalmente, sin embargo, podríamos llevar la cuenta de la democracia en Rusia a partir de la aparición de estos rasgos, o sea desde las primeras elecciones relativamente libres de 1989 en la URSS. Fue entonces cuando apareció otro rasgo muy importante y absolutamente específico de la democracia rusa: su personificación viva en la figura de Boris Yeltsin. Desde entonces, en la historia de la nueva Rusia democrática hay tres momentos, que, a su manera, dividen la época de Yeltsin en períodos de "antes" y "después".

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Agosto de 1991 pone punto final a la historia de la URSS, termina la época de Gorbachov y lleva a Yeltsin a la cima de la adoración popular y al puesto del jefe del Estado. Él y sus compañeros de lucha, que "vencieron" a los golpistas, se convierten en símbolos y garantes personificados de las futuras victorias de la democracia en Rusia.

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Al cabo de dos años quedó claro que la recién empezada reforma democrática de Rusia estaba ya en decadencia. Sin haber podido o sin atreverse a poner las bases reales de la reforma económica radical, Boris Yeltsin se balanceaba penosamente entre los tres monstruos soviéticos: el sector agroindustrial, el sector militar industrial y el sector energético. Al mismo tiempo, la gigantesea industria militar (envejecida moral y flisicamente), que daba trabajo al 60% de la población laboral, exigía cada vez más medios. La situación se caldeaba: la economía no se independizaba del Estado, el déficit del presupuesto aumentaba al igual que la inflación y el descontento de los electores. Boris Yeltsin estaba cada vez más implicado en el difícil juego de los Intereses corporativos de los representantes del sector agrario, los generales y los lobbistas sectoriales. Cada vez más a menudo, se comporIaba como los jefes de la nomenklatura de los tiempos soviéticos, en lucha contra los cuales cimentó su propia y espléndida carrera. Cada vez intervenía menos en público, se permitía "desaparecer" en los momentos más necesarios, e incluso mentir ante todo el pueblo. El poder se convirtió en "la cosa en sí" cada vez más agresiva.

El otro momento crucial, cuando la agresividad del poder se desbordó, fue octubre de 1993. Pero la fuerza del carisma de Yeltsin y el deseo del pueblo de creer en posibles perspectivas democráticas eran tan fuertes que el presidente recibió un apoyo total en su lucha contra el desgraciado Parlamento.

En aquel entonces, solo unos pocos comprendieron que en octubre-1993 la élite militar tomó la revancha absoluta "por todo". Pocos notaron los detalles obviamente simbólicos de aquel regateo entre el presidente y los militares. No fue el ministro de Defensa quien visitóa1 Comandante en Jefe en la noche más inquietante de los acontecimientos de octubre, sino ese quien tuvo que acudir al edificio del ministerio. Fue el "vencedor" Boris Yeltsin quien se vio obligado a doblar la rodilla. Justo después de la disolución del Soviet Supremo de Rusia, el 6 de octubre de 1993, el Consejo de Seguridad aprobó la nueva doctrina militar, que se basa en la noción de "zona de intereses estratégicos de la Federación Rusa". Como tales no sólo se declaran todas las ex-repúblicas de la URSS, sino también en realidad todos los ex-aliados del Pacto de Varsovia, a los que se dio a entender claramente que Rusia estaba en contra de su unión con la OTAN.

Después de octubre la Federación Rusa empieza activamente las guerras no-decla radas por sus "intereses estratégicos" obre los territorios de las repúblicas de la CEI. El Ministro de Exteriores Andréi Kózirev hace declaraciones que antes sólo hubieran podido ser atribuidas a Vladimir Zhirinovski. El poder, privado de velo del romanticismo democrático, se presenta abiertamente: como agresivo, el mecanismo de toma de decisiones de envergadura estatal se vuelve completamente secreto, las estructuras propagandísticas oficiales empiezan a utilizar los lugares comunes de las mentiras soviéticas.

"La soga de Yeltsin" se cierra con la guerra de Chechenia, la tercera fisura en la corta historia de la Federación Rusa. El presidente elegido por el pueblo vuelve al punto, del que partió al abandonar el Buró Político del Comité Central de PCUS en 1989. Es difícil saber con exactitud si es verdad que Boris Yeltsin llegó a romper con el círculo de la nomenklatura, y más tarde le fallaron las fuerzas, o si su oposición al régimen soviético, fue una maniobra hábil en su camino hacia el poder. El hecho de que todos los momentos críticos del poder presidencial de Yeltsin estén aún cubiertos con el velo de la incertidumbre abona la tesis de la maniobra. El juicio a los golpistas de agosto de 1991 -no como farsa judicial, sino como búsqueda de la verdad- se hubiera celebrado si al señor Yeltsin le hubiera interesado. Los misteriosos y absurdos acontecimientos de octubre-1993 que causaron víctimas humanas, se quedaron para siempre sin explicación. Todo eso lleva a la conclusión de que la medida y el carácter de la participación de Boris Yeltsin son muy distintos de lo que nos gustaría imaginar.

No hay motivos para pensar que los rusos sabrán un día quién y cómo tomó la decisión de empezar la guerra en Chechnia, y quién es responsable de la matanza y el exterminio de los mejores destacamentos de élite del Ejército ruso. Ahora, cuando la historia de Rusia ha entrado en el período "después de la Guerra Chechena", el poder, pese al enorme déficit presupuestario y a la desintegración absoluta de la economía, está preocupado por dos problemas: cómo hacer para que los medios de comunicación actúen de acuerdo con la ideología oficial del Gobierno y cómo reorganizar las estructuras fácticas. Es Yeltsin quien pone de rodillas a los ministros de los poderes fácticos e incluso al primer- ministro. Pero ya no juega el papel de "opositor" de antes de octubre, sino que se convierte en el portavoz más exacto y más explícito del régimen policiaco autoritario que se está estableciendo.

Por eso es difícil que incluso el observador más benevolente encuentre hoy argumentos serios para hacer un pronóstico favorable sobre el futuro de la democracia en Rusia.

Es posible que hoy día, por primera vez desde 1989, en la sociedad cívica rusa estén renaciendo estados de ánimo democráticos independientes. Los líderes y los movimientos políticos se pronuncian en contra de la política sin principios de los poderes, a los que es difícil llamar fuerzas políticas.

Sin embargo, creo que tan sólo dentro de 20 años como mínimo podremos hablar del futuro de la democracia en Rusia. En cualquier caso, como muestra la práctica, sólo los ingenuos pueden creer en los pronósticos políticos a corto plazo sobre el futuro totalmente imprevisible de Rusia.

Yuri Afanasiev es profesor y fue uno de los funda dores del primer grupo democrático del Parlamento soviético en 1989. Este artículo fue escrito para EL PAÍS el 13 de enero de 1995.

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