El americano
Escribo con preocupación este artículo. En un momento u otro del ciclo histórico ha sido siempre imprescindible redactar algo sobre el presidente de América. El artículo ritual sobre el Malvado que nos daba potencia y juventud, el artículo frío e implacable, cosido, inabordable, que en un plis plas desenmascaraba la burda retórica del Imperio. Se iban a enterar en la Casa Blanca... Uno salía de ese artículo con el estupendo gusto del ajuste de cuentas en la boca. Y ahora... ahora debo creer que el envejecimiento es el único responsable. Que el Malvado continúa en sus trece, pero yo soy incapaz ya de apresarlo en mi letra de hierro. Un mero proceso biológico, un muy descrito reblandecimiento. Y es que mucho de lo que leo sobre Clinton me lo hace irremisiblemente simpático y cercano.Hasta su propio apellido, como un resorte. El Clinton que se llega hasta el Papa para defender con extrema naturalidad laica la necesidad de regular el aborto. El que traza un fino cordón de seguridad entre Fini, el recriado fascistoide, y los valores de Occidente. El que se bate porque la Seguridad Social haga de EE UU un país donde los determinismos de raza o condición social decidan menos la vida de los hombres. O el que se ha convertido en la diana principal de telepredicadores y demás basura mediática. El que ha reducido en más de un millón de personas la cifra de paro. El Clinton de las minorías, dueño de un pasado antibélico, tiernamente insurgente. En mi delirio, apruebo también esa imagen de calzonazos, la factura usual que deben pagar los varones vinculados a mujeres duras e inteligentes, responsables de su rostro. E incluso, mucho más allá, celebro que el orden de su Administración se adhiera a la muy creativa teoría del caos.
Algo debe de andar mal por aquí. Algo tendrá que hacer, y pronto, el americano, para que yo recupere el norte y él su estigma indeleble.