La publicidad de los mendigos
Detesto el humor, por desgracia nada infrecuente, que basa su gracia en ridiculizar a los seres más débiles. Aunque también es verdad que en algún caso particular, y cuando el humorista tiene auténtico talento, el humor puede funcionar incluso ensañándose con la descripción del descuartizamiento del niño más inocente. En La cuestión de Irlanda Swift da unas divertidísimas recetas de antropofagia para solucionar el problema del hambre en el mundo. "De un niño se pueden sacar dos platos para un banquete entre amigos, y si la familia come sola, la pechuga y la pata son suficiente plato, y aderezados con un poco de sal y pimienta y hervidos, pueden estar muy sabrosos al cuarto día, sobre todo en invierno", propone Swift con bisturí de Billy Wilder. Y, desde luego, este humor salvaje lo agradecerán también mucho los padres, o sea, sobre todo, las madres, que son las que de verdad se dejan la piel en la atención de sus hijos y necesitan un desahogo de inocentes injurias contra sus criaturas, naturalmente pronunciadas con la boca pequeña, más. conocida con el risueño nombre de coño por sus maridos y vecinos.Y hago esta declaración para evitar cualquier duda, a la que el título de este artículo podría inducir, sobre un posible deseo mío de ironizar sobre los seres que lo tienen más duro en la vida. Pero, hace unos días, pasé por delante de esa cafetería que está en la esquina de Goya con Alcalá, a dos pasos de la librería Rubiños, que se anuncia en su letrero como la más antigua de España, y un mendigo joven -pero mendigo, no como esos jóvenes zánganos y desvergonzados que piden por alergia al trabajo- solicitaba ayuda con una voz que abría las carnes. La voz, realmente, te destrozaba, pero pasé por delante de él sin echar mano a la cartera, como casi siempre hacemos todos porque no somos la beneficencia. Iba a cruzar Alcalá hacia Conde de Peñalver, pero el semáforo estaba rojo -que hoy es, por cierto, el color de la publicidad (el propio Luis Bassat acaba de publicar un excelente libro con el título de El libro rojo de la publicidad)- y no tuve más remedio que volver a oír, porque estaba a dos metros, el mensaje del mendigo. Este joven alto, y que a sus 30 años era ya una ruina física, decía con la más lastimera de las voces: "por favor, tengo hambre, no he comido nada". El mensaje no lo mejoraría el propio David Ogilvy, el número uno -¿o es ya el dos, después de su socio Bassat, como le hizo decir en una ocasión un periodista?- de la publicidad en el mundo. El texto es insuperable -un mendigo que comienza diciendo por favor, cuando la palabra amabilidad lleva rumbo de convertirse en el diccionario en un arcaísmo, y que emite el mensaje más brutal, tengo hambre, remachado por ese atroz no he comido nada, que ya no es que abra las carnes, sino que abre hasta los callos de los pies-, y, para colmo, pronunciado con una parsimonia y un dolor de ésos que sólo se aprenden en las escuelas dramáticas. Me molesta mucho que me sableen, pero el semáforo seguía rojo y no lo pude resistir. Le di una buena limosna, entendiendo por buena que doblé la cantidad que acostumbro a dar cuando se me reblandecen las vísceras. Y me acordé del pasaje de una obra de publicidad, cuyo autor y título no puedo recordar y que no he podido encontrar revisando los libros que tengo sobre este tema, y que decía como en una ocasión el autor le había ayudado a un mendigo ciego a mejorar mucho su recaudación convenciéndole de que pusiera a su lado un letrero con un texto publicitariamente homicida que él mismo le había escrito.
Otra forma de publicidad de mendigos -y que termina presionando fuertemente sobre el peatón- es la instalación del propio mendigo, por ejemplo, en un túnel. Yo tengo uno, muy cerca de casa, y por el que, naturalmente, cruzo a menudo, y en el que todas las mañanas el mismo mendigo nos da a todos los vecinos los buenos días. Éste no dice más que buenos días, que cómo mensaje publicitario me resulta quizá un poco corto, pero si lo oyes siete veces por semana, es tremendamente eficaz, al menos desde el punto de vista de la culpabilidad por su pobreza que logra meterte en el cuerpo. El caso de este mendigo -al que, si le das un día, ¿cómo le niegas la limosna al día siguieilte?- me recuerda una anécdota del poeta Jaime Gil de Biedma. En una ocasión un conocido le acusó de tacaño porque no le había dado 20 duros a un poeta joven -que, por cierto, sigue por ahí en activo, aunque, claro, ya no tan joven- y que se los había pedido en un apuro económico. Y Gil de Biedma, con aquella gracia maligna que él tenía, contaba que le había respondido a su acusador: "Lo que este cabrón no te ha dicho es que nos pedía-a varios amigos 20 duros, pero 20 duros mensuales, y además de por vida, y que ésta era la fórmula de cobrar su nómina". Y hoy habría que añadir que eran 20 duros de los años setenta.
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