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¿Volver a empezar?

Ante la situación de la economía española no hay otra salida real, afirma el autor, que abordar de una vez por todas una reconsideración del volumen y prioridades del gasto público y enfrentar un conjunto de difíciles reformas en materia laboral,de seguridad social, en el sistema fiscal y la prestación de servicios que conduzcan los costes laborales totales y los precios por una senda compatible con nuestra pertenencia a la Comunidad Europea y que sea capaz de crear empleo.Desde hace meses -y el último reajuste de la peseta, probablemente, no va a cambiar mucho las cosas- se ha venido extendiendo en España una corriente de opinión, vieja conocida en nuestra historia de las últimas décadas, que puede describirse (sin abuso) como el partido de la inflación. Sus dos propuestas básicas son la depreciación de nuestra moneda y la baja de los tipos de interés.

Los partidarios de la inflación, que, obviamente, crecen en épocas de crisis y recesión, presentan sus propuestas de dos modos: un modo duro y un modo blando.

El modo duro dice así: reconocemos que no somos un país europeo avanzado, que nuestra opinión pública no acepta la política de estabilidad que exige la convergencia con Europa; devaluemos y bajemos los tipos de interés de forma competitiva y aceptemos que nuestra senda de desarrollo vuelva a ser una senda de tipo inflacionista que, a pesar de todo, se corresponde mejor con la idiosincrasia de la sociedad española y proporcionará a plazo medio y largo mejores resultados.

El modo blando consiste en proclamar que se acepta como ideal el crecimiento estable, reconociendo, incluso, que devaluación y descenso de tipos de interés no acompañados de medidas fiscales y salariales son sólo un alivio pasajero para muchas empresas, pero se defienden, de todos modos, como solución extrema en una situación extrema.

Ambas versiones equivalen a decir: como el Gobierno va a seguir manteniendo una política de ingresos y gastos públicos muy poco favorable a la actividad empresarial, como no se van a moderar las presiones sindicales y de la Seguridad Social sobre los costes laborales y como es impensable restablecer ningún tipo de barreras frente al exterior, la única salida que tendrá el próximo Gobierno, sea del color que sea, será compensar todo ello por la vía de la continuada depreciación de la peseta y de los bajos tipos de interés, es decir, por la vía de la inflación.

En último extremo, estas propuestas tienen su justificación política y casi, diríamos, moral en un argumento que debe considerarse seriamente, y no sólo por su interés histórico: que nuestra política económica ha venido padeciendo desde 1988 o 1989 una contradicción o incoherencia entre los objetivos tan proclamados de estabilidad y convergencia con Europa, por un lado, y la política fiscal y la evolución salarial, por otro.

Gasto público y deuda

En el espacio de 10 años que va desde diciembre de 1982 a diciembre de 1992, la deuda del Estado ha aumentado en casi siete veces, y ha pasado de representar el 15% del producto interior bruto (PIB) en 1982 al 35% del PIB en 1992. A pesar del fuerte incremento en la presión fiscal, el crecimiento del gasto público ha llevado a un crecimiento insostenible de la deuda pública y a una continua presión, por esa vía, sobre los tipos de interés y sobre la demanda.

Si siguiéramos a esa velocidad, entraríamos en 1995 o 1996 en una zona que, en términos políticos, es casi de no retorno, porque, a partir de cierto nivel, la aceleración de gasto público vía intereses que la deuda genera resulta casi invencible (Italia es un ejemplo claro y cercano).

De hecho, nuestra evolución desde 1982 ha sido en este aspecto la peor de toda la Comunidad Europea, con la excepción de Grecia.

A partir de 1988, el crecimiento de los costes laborales unitarios en España diverge cada vez más de la media de la CE y de los dos países que componen el núcleo central de la Comunidad, Francia y Alemania. El gráfico muestra para el trienio 19901992 una evolución que sólo puede calificarse de disparatada.

¿Cómo ha sido posible? ¿Es verdad, como sostienen los empresarios, que las regulaciones laborales, unidas a la continua elevación de las cotizaciones sociales, han llevado a las empresas a una especie de indefensión? ¿Cuál ha sido el impacto de la reindiciación salarial que el Gobierno aceptó en 1990? Es muy probable que una serie de decisiones de política económica y la muy cerrada actitud sindical hayan influido decisivamente en esta evolución de los costes laborales. Pero no es menos cierto que la cultura empresarial española, al igual que nuestra cultura política, ha sido, históricamente, una cultura inflacionista; que, tradicionalmente, muchos empresarios han confiado en la inflación como vía de resolución de sus problemas. Sin este factor no es fácil explicar lo ocurrido con nuestros costes a partir de 1988.

Veamos ahora lo que ha ocurrido con el empleo. Pero, para ver su situación de fondo, descontemos el efecto de la crisis actual, y compa remos no el año1982 con 1992, sino con el año 1990, que registró la mayor cifra de población empleada fuera de las administraciones públicas. Pues bien, en esos ocho años, el empleo fuera de la Administración creció a una tasa anual del 1,25%, cuando la economía lo hacía por encima del 3,5% anual, lo que confirma que la economía española sufre una enorme dificultad para generar empleo, incluso en momentos favorables. La conclusión que se impone es que hay que abaratar los costes laborales en España (lo cual puede ser compatible con una evolución salarial de razonable crecimiento) y que la contratación laboral debe ser posible sin crear, automáticamente, hipotecas mortales sobre la capacidad de supervivencia de las empresas.

Si los costes laborales totales siguen presionando disparatadamente al alza y no se producen milagros, es fácil prever que las tensiones sociales y el escaso crecimiento económico llevarán a un permanente y excesivo esfuerzo de la política de gasto público, es decir, a una permanente y creciente presión del déficit público, que llevará a intentos de corrección mediante alzas en los tipos de interés, amenazando con mantener nuestra economía en un permanente círculo vicioso depresivo.

La peseta

Tras el reajuste de la peseta del pasado 13 de mayo, se plantea con frecuencia la pregunta acerca de si esta nueva banda y estos nuevos tipos centrales son o no creíbles, son o no adecuados a nuestra situación de recesión. Naturalmente, ya hay partidarios de la inflación que sostienen que tampoco este tipo de cambio es adecuado, y que tampoco los actuales tipos de interés son lo bastante bajos.

Pero la verdadera cuestión se plantea antes de llegar al tipo de cambio y a los tipos de interés. Porque si la evolución fiscal y salarial de los últimos tres o cuatro años no se corrige, ni la actual banda de fluctuación ni ninguna otra será adecuada, y ninguna rebaja de tipos de interés hará otra cosa que situarnos en una pendiente inflacionista cada vez más costosa de abandonar.

No hay otra salida real que abordar, de una vez por todas, una reconsideración del volumen y prioridades del gasto público y enfrentar un conjunto de díficiles reformas en materia laboral, de seguridad social, en el sistema fiscal y en diversas regulaciones que afectan a la prestación de servicios, conduciendo nuestros costes laborales totales y nuestros precios por una senda compatible con nuestra pertenencia a la Comunidad Europea y capaz de crear empleo. Porque nuestro bajo nivel de empleo, nuestras, todavía, muy altas expectativas de inflación, el fuerte crecimiento de la deuda pública, son indicativos, más allá de una mala coyuntura nacional e internacional, de desajustes profundos en el funcionamiento de nuestra sociedad.

es técnico comercial y economista del Estado.

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