Soluciones para la crisis de Yugoslavia
Tras la votación del Parlamento bosnio-serbio, la situación sin duda se ha agravado. Pero no deberíamos dejamos llevar por el pánico. El plan Vance-Owen sigue siendo la mejor solución propuesta hasta el momento. Tenemos que reconocer que los dos estadistas actuaron de forma competente y paciente, con decisión y flexibilidad. No es la solución ideal, pero constituye una base para poner fin a la guerra y avanzar hacia un pacto político a largo plazo.Pero debemos prepararnos para nuevos y difíciles desafíos a la hora de llevarlo a la práctica. Primero hay que apagar las llamas, y nosotros, desgraciadamente, no tenemos más remedio que ser los bomberos. Y surge una pregunta: si el plan Vance-Owen no puede llevarse a la práctica, ¿qué es lo que hay que hacer? Esta es mi respuesta: tenemos que seguir buscando una nueva versión -y seguir buscándola el tiempo que haga falta- Las sanciones económicas, políticas y morales, y las presiones son, en teoría, aceptables, y en la práctica, indispensables. Sin embargo, no deberían centrarse todas en un solo bando. Serbia, como desgraciadamente ha sucedido en varias ocasiones.
No encontraremos una solución a menos que intentemos matizar todos los intereses en juego en este conflicto. Cualquier otra opción intensificará la guerra. Por no mencionar las absurdas propuestas de incrementar el uso de la fuerza, de recurrir a bombardeos. ¡Sería una locura! Sería desastroso seguir el consejo de los que piensan que pueden deshacer el nudo con una espada. Puede que crean de buena fe en este consejo, y que su intención sea la de acabar con los horrores que presenciamos todos los días. Pero no es eso lo que sucedería. La antigua Yugoslavia no debería convertirse en un campo de tiro experimental para comprobar si la comunidad internacional es capaz de evitar que poblaciones ignorantes se masacren unas a otras.
Es necesario y conveniente que Rusia se involucre en el plan de paz. Es importante porque tenemos un compromiso con la paz y con la creación de un nuevo orden en Europa y en el mundo, y porque va en consonancia con nuestros intereses vitales. Pero, en contra de lo que afirman algunas fuerzas en Moscú, no es porque Serbia sea eslava y ortodoxa como Rusia. Rusia no es únicamente eslava y ortodoxa. Es importante por otra razón mucho más esencial. Para Rusia, el problema de Yugoslavia no es simplemente una cuestión de política internacional. Esta crisis es un espejo en el que Rusia, con espanto y miedo, se ve reflejada e inconscientemente le horroriza que estos acontecimientos puedan repetirse en su suelo. Hay demasiadas analogías como para ignorarlas. Veinticinco millones de rusos viven fuera de las fronteras rusas. En muchos casos, como en Letonia y Estonia, sus derechos se han visto restringidos. Al igual que en la antigua Yugoslavia, en Rusia -y en todo el territorio de la antigua URSS- la mezcla de naciones y grupos étnicos es extraordinariamente compleja e irreversible. Y puesto que cualquier su gerencia de limpieza étnica no sólo es moralmente inaceptable, sino también imposible desde un punto de vista político y pragmático, no podemos arriesgarnos a una repetición de la tragedia yugoslava.
De modo que, para Rusia, la crisis yugoslava sienta un precedente. Y, por consiguiente, una solución equivocada en Yugoslavia implica el riesgo de que se repita en Rusia. Por eso es por lo que queremos encontrar la mejor solución, la solución menos dolorosa entre todas a las que se podría llegar, la que menos riesgos a largo plazo conlleve.
Me limitaré a decir que en contrar esa solución es necesario, ante todo, para no repetir los errores cometidos en el pasa do reciente. Hace falta una autocrítica colectiva. Todos tenemos parte de culpa. Y más que nadie, claro, los líderes de la antigua Yugoslavia, sin excepciones. Pero también hay que condenar a Europa y Occidente, que se apresuraron a animar -y a ser los primeros en reconocer- sus reivindicaciones separatistas, cuando. deberían haber sido capaces de ver claramente el explosivo potencial que encerraban. Varios factores se combinaron para desencadenar el desastre: errores de cálculo y carencia de visión, falta de concienciación política de los líderes, y vestigios de las actitudes de la guerra fría y de las ambiciones neoimperialistas. Esta compleja causalidad hace que cualquier intento por señalar a una parte como responsable y centrar en ella los ataques resulte descabellado.
No podemos ser parciales; de otro modo, en vez de detenerse, la conflagración acabará propagándose. Tenemos que tomar las precauciones necesarias para asegurarnos de que no acabemos teniendo que hacer frente a nuevas sorpresas y a peligros más serios. Pienso que, en primer lugar, hay que reanudar sin dilación la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE). No podemos ir a Nueva York cada vez que surge un problema en Europa. Y no podemos andar suplicando siempre a Washington. Esto significa que necesitamos un Consejo de Seguridad Europeo, un secretario general para Europa, unas estructuras con autoridad y un mandato colectivo, unas fuerzas militares para evitar futuras crisis y que se puedan desplegar rápidamente cuando sea necesario. La OTAN no puede satisfacer estos requisitos.
Evidentemente, EE UU y Canadá tienen que vincularse a estas estructuras, pero estas nuevas organizaciones deben asumir directamente sus funciones regionales. Por supuesto, Europa tiene problemas específicos, pero ahora se están creando sistemas regionales análogos de seguridad colectiva en varias regiones del mundo. Me refiero a Oriente Próximo, África y Latinoamérica. En cada uno de estos casos, hay que elaborar mecanismos internacionales capaces de llevar a cabo operaciones y de atajar las crisis de raíz. Todo debe someterse a la autoridad de Naciones Unidas, que tiene que reorganizarse inmediatamente para funcionar con este objetivo en mente. Pero seamos francos: este problema está pendiente desde hace bastante tiempo. Ahora el final de la guerra fría lo ha hecho inevitable. Pero no se está haciendo nada al respecto. ¿Por qué? Porque hay fuerzas que no quieren reforzar el papel de la ONU, ni que la organización se convierta en un auténtico instrumento para controlar la evolución de los acontecimientos mundiales.
Pero todavía queda una tarea más que hay que emprender inmediatamente. Tenemos que definir un sistema de principios, valores y deberes que sean universalmente válidos y que se correspondan con los problemas actuales del mundo. Aquellos en los que basamos la coexistencia global durante la guerra fría y a lo largo del siglo ya no bastan. Lo primero y más importante es la cuestión de los derechos: los derechos del individuo deben anteponerse a todo lo demás. Muchas de las tragedias de hoy en día se derivan de la importancia absoluta atribuida a la soberanía nacional. Los pueblos tienen el derecho a una identidad, una cultura y una lengua propias. Pero el dejar que este principio sobrepase los límites de la razón implica el atascarse en problemas que nadie puede resolver. Antes que nada está el individuo, su vida, su libertad y su bienestar. Después, y sólo después, está el pueblo.
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