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Francia y Maastricht

A menos de dos meses del escrutinio sobre la ratificación del Tratado de Maastricht en Francia, la hipótesis de un voto negativo se vuelve cada vez más creíble. Si en lugar de elegir la vía del referéndum (una decisión anunciada a raíz de la emoción suscitada por el rechazo danés) el presidente de la república se hubiera atenido al procedimiento parlamentario, ahora todo estaría resuelto. Pero el destino ha decidido otra cosa.Según algunos, el referéndum sería el acto democrático por excelencia. Para las grandes decisiones habría que dirigirse directamente al pueblo. Este viejo debate nunca ha sido zanjado, y no lo será a corto plazo. La ejemplar democracia británica no recurre al referéndum, y en Francia sabemos muy bien que el plebiscito puede conducir al cesarismo. Por supuesto, ésa es la razón por la que los republicanos siempre han desconfiado de este procedimiento, cuyos defectos se ven acentuados por el carácter monárquico de la V República.

Cuando el reto es demasiado complicado (¿cuántos ciudadanos leerán el Tratado de Maastricht, que les será distribuido costosamente?), el elector corre el serio riesgo de pronunciarse a partir de consideraciones ajenas a la cuestión planteada. Precisamente porque la democracia directa rara vez es practicable, es por lo que se ha inventado el sistema de la representación nacional.

En cuanto a Maastricht, se corre el riesgo de que gane el no, no tanto a causa del propio tratado como debido a la morosidad que reina en el ambiente.

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Muchos votarán no a Mitterrand, por mucho que él procure en lo sucesivo mantenerse al margen. Muchos también votarán no a Europa -víctima propiciatoria demasiado fácil- contra los grandes males de la sociedad, el paro o el empeoramiento de la agricultura, por ejemplo.

A menudo, los franceses dispuestos a decir no parecen convencidos de que su voto visceral no tendrá consecuencias negativas. Hábiles oradores les explican que la Comunidad Europea como tal no se verá en absoluto afectada y que, por el contrario, podremos volver a encarrilarla partiendo de bases mejores. Nada que perder, todo por ganar. Una situación mucho más sencilla que la de la apuesta de Pascal. Y dado que no costará nada, ¿por qué privarse del placer de manifestar el descontento ante el huésped del Elíseo y de reprender a la Comisión de Bruselas, acusada -a veces no sin razón- de desbarajuste financiero y de desviacionismo tecnocrático?

Si se pudieran basar los pronósticos en la postura de los partidos, el sí vencería con creces. Es sorprendente comprobar que, con la única excepción de Jean-Pierre Chevénement, todos los grandes líderes que tienen experiencia europea e internacional se pronuncian finalmente a favor del sí. Pero en este estado de profunda sordera frente a la clase política característica del periodo actual -tendencia que, por otra parte, sobrepasa nuestras fronteras-, muchos ciudadanos prefieren escuchar a los marginales y a los tribunos.

Con el referéndum, el futuro de la Comunidad Europea va a jugarse a la ruleta. En la estimación de las consecuencias, el sí y el no no ocupan en absoluto lugares simétricos.

En el primer caso habrá aún que dar consistencia a un tratado que, en realidad, tiene muy poca. Habrá que avanzar hacia la unión monetaria (cuya realización, a pesar de todo lo que hayan podido decir, no tendrá nada de automático) y, sobre todo, establecer una política exterior común, cuya ausencia es dramática en un momento en que nuestro continente se ve afectado por grandes conmociones. Si gana el sí, quedará todo por hacer, pero al menos el clima político será favorable.

En caso contrario, todo el impulso de la construcción europea corre el riesgo de verse frenado. Los exegetas del Tratado de Maastricht cumplen una labor encomiable, y muchas de las críticas que se han vertido contra él están perfectamente justificadas. Pero se equivocan de plano al imaginar que lo que está en juego con el referéndum es la elección entre un documento insatisfactorio y un texto renegociado y mejor. El primer efecto de un no sería suscitar en Alemania una oleada antifrancesa que, por otra parte, ya es latente desde 1989. Nuestros vecinos del otro lado del Rin tampoco manifiestan excesivo entusiasmo por Maastricht. Con toda justicia, consideran haber hecho las mayores concesiones en la negociación del tratado, sobre todo en materia monetaria. Si ahora Francia dice no, cuesta imaginárselos accediendo humildemente a reanudar las discusiones desde el principio. La comparación con 1954 y el rechazo a la Comunidad Europea de Defensa no viene al caso. Hoy, Alemania está reunificada, es poderosa. No necesita el banco central único para imponer su política monetaria al resto de Europa ni para seguir siendo el interlocutor privilegiado de Estados Unidos y de Japón en materia económica. Los que piensan que sin Maastricht tendremos más libertad en nuestra gestión cometen un trágico error de juicio.

Si Francia dice no a Maastricht, Alemania se sentirá autorizada a actuar a su antojo. Y no es en Londres precisamente donde vamos a encontrar una solución de repuesto. Al menos en un principio, los británicos no harán más que burlarse.

Francia padece un profundo déficit democrático. Los franceses han dicho estar mal informados de la preparación de Maastricht. Sin embargo, la información ha estado disponible durante todo el transcurso de la negociación. Mientras nuestros vecinos británicos lo discutían, nosotros no hablábamos más que de nuestros asuntos hexagonales. ¿Seremos decididamente incapaces de abrir los ojos, como en los años treinta?

Nuestro Parlamento -todos los partidos, indistintamente- ha mantenido una indiferencia marmórea. La opinión, mal preparada por la incompetencia de sus líderes, ha reaccionado en el momento de la firma del tratado, en diciembre de 1991, y, como respuesta, ha dado a este asunto una importancia desmesurada, hasta el punto de transformarlo en una especie de monstruo artificial que no guarda más que una remota relación con el Tratado de Maastricht en sí. Como la política está hecha de pasión más que de razón, ahora corremos el riesgo de matar a Europa para acabar con ese monstruo.

No quedan más que unas cuantas semanas para volver a valorar las cosas en su justa medida. Más que ninguna otra nación, vacilamos constantemente entre el sueño de una forma de dominio universal y la tentación de un repliegue hexagonal. Si Alemania y Europa nos dan hoy más miedo del que estamos dispuestos a confesarnos, es que nos falta confianza en nosotros mismos. Sería desesperante que, en septiembre, Europa -único gran proyecto colectivo desde la II Guerra Mundial- sucumba, víctima de un acceso de provincianismo temblón en nuestro país.

Thierry de Montbrial es director del Instituto Francés de Relaciones Internacionales.

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