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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Síntomas y antídotos

ENTRE FENÓMENOS como esas patrullas vecinales que apalean yonquis en Valencia, el desfogue de los jóvenes noctámbulos que destrozan escaparates en Cáceres y las cuadrillas de alevines ultras que acosan y golpean a la gente en las calles de Barcelona hay más diferencias que semejanzas, aunque todo ello tenga el denominador común de la violencia ejercida en grupo. De entrada, la simultaneidad de esas manifestaciones y el hecho de que se hayan producido poco después de que la televisión difundiera espectaculares imágenes de disturbios urbanos protagonizados por jóvenes violentos en diversos países europeos subraya cierto carácter mimético del fenómeno. En cuanto tal, tiene probablemente un componente modal que hace pensar en la posibilidad de que desaparezca tan repentinamente como surgió.Pero esa misma simultaneidad, unida a otros síntomas, ha suscitado la inquietud de que tras ellos pueda esconderse el germen de cierto renacimiento de ideologías prefascistas. El hecho de que en países como Alemania y Francia se perciban indicios de un despertar o fortalecimiento de opciones de extrema derecha y el eco que en España están adquiriendo personajes exotéricos con vocación populista refuerzan esos temores. Desde luego, cualquier intento de establecer paralelismos entre la situación actual y la de los años de ascenso del fascismo tropieza con algunos obstáculos de, entidad. Para empezar, hoy no existe un clima de deslegitimación del sistema democrático, tanto por la derecha como por la izquierda, comparable en algo al que dominaba el debate político hace 60 años. Por lo mismo, no existen ahora alternativas verosímiles ante un eventual agravamiento de lo que suele llamarse (y ya se denominaba en los años veinte) crisis del parlamentarismo. Otro factor entonces decisivo y hoy inexistente es la radicalización de las clases medias arruinadas por la inflación y la crisis.

Pero elementos como el descrédito de los políticos profesionales -muy relacionado con episodios de corrupción-, el auge de los nacionalismos -grandes o pequeños: ambos se estimulan mutuamente- o la existencia de tasas elevadas de paro impiden descartar totalmente el riesgo. Especialmente si a lo anterior se añaden los efectos de la sociedad dual y de un brusco desmantelamiento del llamado estado de bienestar, o al menos de una reducción drástica de sus principales aspectos asistenciales. Desde Tocqueville es sabido que los momentos críticos de las sociedades en punto a inestabilidad política suelen coincidir con situaciones, más que de miseria extrema, de máxima frustración de expectativas: cuando sectores significativos de la población se ven obligados a renunciar a ventajas que consideraban definitivamente adquiridas.

Es dudoso que este último factor pueda aplicarse al caso español -no es posible desmontar lo que nunca existió-, y tampoco habría que exagerar la incidencia de los otros señalados. No conviene, por ello, dramatizar excesivamente algo que puede ser sólo un fenómeno coyuntural. Pero sí parece conveniente recordar Algunas enseñanzas, en positivo y en negativo, de la experiencia de los años veinte y treinta: primero, que los intentos poco reflexivos de superar el sistema son la antesala de los mayores desastres; segundo, que, en caso de duda, más vale reafirmar los valores característicos de la tradición democrático-liberal: la primacía de la ley y el respeto a las pautas propias del Estado de derecho; tercero, que la fiebre demagógica no se combate con concesiones populistas.

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Deslizar desde el poder insinuaciones equívocas sobre la posibilidad de apelar directamente a los más bajos instintos de la gente, añadir referencias despectivas al papel de los intelectuales, lanzar apelaciones demagógicas a los supuestos privilegios de determinadas comunidades: he ahí un catálogo de fórmulas ya ensayadas para que lo que hoy son síntomas preocupantes se conviertan mañana en algo peor.

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