Caridad
Al principio la habían dicho que en una mujer de negocios las sonrisas nunca se comprenden, y ahora, con un carrerón imparable a sus espaldas y a caballo de dos contratos millonarios, le dolían las comisuras de éxito. Una hora más, y remataría el tema de los laboratorios. Un par de kilos, al menos. Y a las seis, unas frases de consuelo a la recepcionista, una indemnización oportuna y un problema menos. La vida no admite apeaderos ni semáforos absurdos.Pero el semáforo estaba ahí, como un bandolero de camino real dispuesto a robarle un minuto de su tiempo. Vio llegar al vendedor de kleenex, y le molestó su sonrisa imbécil mientras ofrecía su mercancía con desgana. Subió la ventanilla para aislarse, pero él ya estaba allí, blandiendo el dichoso paquetito, y ella, absurdamente rígida, con la mirada colgada del disco verde y ciego, dispuesta a aguantar la llantina del mendigo. Las desgracias contadas parecen necesitar el suplemento de desgracia de la indiferencia ajena. Ella, fija. Como una pieza más de su carrocería blindada.
Tras el cristal, el hombre empezó a dibujar el subrayado de su oferta. Hubiera podido hablar de paros y enfermedades, de hambres y de intemperies. Y sin embargo, bastó menos de un minuto para que contara la fugaz historia de una vida pequeña: la señorita ni se podía imaginar la de paquetitos de kleenex que llegaba a vender y lo guapos que eran sus dos niños y la vista sobre la ciudad y, el mar desde su casita olvidada en el monte por los municipales y la luna entre los pinos y el aroma del cabello de su mujer sobre la almohada y las ganas con las que cada día se levantaba con el coche cargado de pañuelos de papel.
La felicidad de los otros siempre arranca las lágrimas que la miseria congela. Detrás sonaba el claxon impaciente ante el semáforo ya verde. Y el hombre le regaló un paquete para las mejillas. Por caridad.