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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El juez Manglano

DESDE EL momento mismo en que el juez Manglano decidió aplicar la ley, sin excepción alguna, a los implicados en el caso Naseiro corría el riesgo de convertirse en protagonista de un cúmulo de críticas honestas, insidias, medias verdades e infundios encubridores de lo que sus investigaciones habían desvelado. Es lo que básicamente ha sucedido. En la operación han confluido los esfuerzos de algunos dirigentes del partido político directamente implicado y diversas iniciativas surgidas en sus aledaños o entre colaboradores espontáneos, como el presidente del Consejo General de la Abogacía, Antonio Pedrol Rius, que ha arrastrado tras él al órgano corporativo que dirige, Los métodos utilizados fueron variados: desde los más innobles -entre los que se podrían incluir, si se confirmase que son falsas, las entrevistas periodísticas atribuidas al juez Manglano, que él ha negado- hasta los que han hecho o aparentado una defensa a ultranza y altruista de la ley y de las garantías y derechos del detenido.Un sector de la derecha española y sus corifeos de la más oscura caverna periodística -cada día más aguerridos en su hipocresía, que practican desde hace décadas- han descubierto, con ocasión del caso Naseiro, actuaciones procesales o preceptos legales que, sin embargo, son de común aplicación desde hace tiempo en España: por ejemplo, que la policía gubernativa tiene una amplia autonomía en la averiguación del delito y que, en tanto no exista una auténtica policía judicial, su investigación será determinante en las decisiones del juez; que existen supuestos de incomunicación de los detenidos o presos, bien por decisión judicial en la fase indagatoria o por iniciativa policial, con el visto bueno del juez, que restringen el derecho a la libre elección de abogado; que el proceso español, en razón del peso que sigue teniendo la instrucción sumarial en detrimento del juicio oral, es eminentemente inquisitivo y que, por tanto, permite que el juez instructor indague, mediante el interrogatorio de los detenidos, la consistencia de los indicios delictivos, y que, como consecuencia de la introducción de determinadas disposiciones de la antigua legislación especial antiterrorista en el código procesal común, el juez tiene en sus manos mayores facultades que antes para la escucha telefónica de los ciudadanos.

Todos estos extremos podrán parecer bien o mal e incluso suscitar profundas dudas sobre su encaje constitucional, como hemos planteado en este periódico durante años respecto de algunos de ellos. Pero pretender descalificar al juez que los aplica -o, mejor dicho, al juez que se ha atrevido a aplicarlos en el caso Naseiro- sólo es analizable desde la aceptación cínica de la mentalidad de doble moral. Ejemplo supremo de ello es que tal actitud sea alentada por una formación política que ahora, bajo su renovado nombre de Partido Popular, y en el pasado, bajo las antiguas denominaciones de Alianza Popular y de Coalición Democrática, se ha opuesto sistemáticamente a las reformas legales que han pretendido ampliar las garantías procesales y los derechos de los detenidos y presos.

Por su parte, algunas de las cuestiones planteadas por el Consejo General de la Abogacía y su presidente sobre el derecho de defensa resultan pertinentes. Ojalá que todas las fuerzas políticas, incluido el Partido Popular, propugnaran la necesaria reforma legislativa en el sentido de ampliar más tal derecho. Pero la inquietud que manifiesta el órgano corporativo de la abogacía no debería limitarse sólo al caso Naseiro. Su pasividad es clamorosa ante las anomalías que se producen en el turno de oficio o en el servicio de asistencia letrada al detenido, al que se acogen la mayor parte de los conducidos a comisarías o de los implicados en un proceso penal. La relación de confianza que tan justamente valora Pedrol en el derecho de defensa desaparece prácticamente en la sucesión de abogados que se pasan el caso en las distintas fases entre la detención policial y las diversas instancias judiciales. Y ello con la grave repercusión que tal práctica produce en la calidad de la defensa y, por tanto, en la suerte final de los implicados.

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Tal vez ahora, después de haber sufrido en cabeza propia el peso de la ley, incluidas sus limitaciones, el Partido Popular se alinee con quienes propugnan desde hace tiempo la mayor adecuación posible de las leyes procesales y penales a los principios y valores de la Constitución. Sería ésta una consecuencia positiva del caso Naseiro que, a la vez que vigoriza el Estado de derecho, beneficiaría al común de los ciudadanos.

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