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Orificios

Según datos manejados por la última memoria de la Fiscalía General del Estado, a lo largo de 1987 se abrieron 1.257 diligencias previas judiciales por supuesto delito de violación. La cifra negra (u oscura) de hechos no denunciados se calcula muy abultada, aunque disminuya lenta pero progresivamente.Ni siquiera la mitad de los procedimientos iniciados superó la fase de investigación preliminar para convertirse en sumario. Y no consta el número de juicios celebrados ni de sentencias recaídas.

Pero además se incoaron 3.955 por otros delitos contra la honestidad. Algunas resoluciones recientes en materia de violación han suscitado la alarma de la sociedad española, preocupada por los valores y la concepción del mundo que aquéllas comparten. La preocupación debería, seguramente, extenderse hasta provocar una sincera autocrítica colectiva que permita descubrir hasta qué punto aquellos valores y aquella concepción del mundo están más generalizados de lo que optimistamente presumimos.

En otros casos, empero, se puso crudamente de relieve la insuficiencia de la actual legislación penal -todavía anclada mayormente en una mentalidad decimonónica- para reprimir proporcionadamente conductas de agresión sexual que merecen un severo reproche social, pero que -como abusos deshonestos violentos- gozan de un trato privilegiado en comparación con el delito de violación, aunque su lesividad sea comparable y en ocasiones, quizá, superior. El coito anal o la felación impuestos, cualquiera que sea el sexo de la víctima, por la fuerza bruta o por intimidación no están conminados con penas a la medida de la repugnancia y el rechazo colectivos que provocan.

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Nada puede extrañar este desfase. El hilo conductor que da sentido al castigo de las conductas descritas y penadas en el título IX del libro II del Código Penal es la "honestidad", invocada en su epígrafe.

Este proteico significante remite, en todo caso, a un determinado modelo de organización de las relaciones sexuales conforme a ciertas pautas de ética social: las propias de un patriarcalismo que impregna el tratamiento jurídico-penal de la delincuencia sexual.

De ahí que reformas que se tienen por progresistas no duden en hablar de delitos "contra las costumbres" (así, el Código Penal francés aún después de 1980 y, tras sus huellas, el suizo) o "contra la moralidad" (en el Código Penal austriaco). E incluso otras legislaciones, que abandonaron estas referencias de oscuras connotaciones para aludir a la "autodeterminación sexual" (en la República Federal de Alemania) o a los "valores e intereses de la vida en sociedad" (en Portugal), siguen sirviéndose de un bagaje conceptual del que forman parte la impunidad de la agresión sexual intramatrimonial (o lo que es lo mismo, la perpetuación de la esclavitud sexual de la mujer casada), el efecto sanatorio del matrimonio del seductor con la seducida o "el pudor" (del que es negación la "impudicia") como expresión quintaesenciada de "los sentimientos generales de la moralidad sexual".

Sobre estas bases se hilvanan interminables discusiones acerca de la mayor o menor gravedad de los atentados sexuales. Se catalogan orificios susceptibles de penetración. Se multiplican las listas que tratan de aprehender -con obscena frialdad científica- las inabarcables manifestaciones del rijo. Y se elabora el atlas anatómico, a modo de catastro valorativo del cuerpo humano que permite tarifar el precio de cada acto de utilización inconsentida. En el fondo queda un amargo regusto de cosificación de la intimidad detrás de tanta palabrería supuestamente progresista.

Del proyecto de reforma del Código Penal, que ahora debaten las Cortes españolas, desapareció el 14 de octubre del pasado año todo lo relativo a la delincuencia sexual. Circulan muchos chismes que intentan explicarlo. Inicialmente, en el anteproyecto de 27 de septiembre anterior se había previsto su regulación según las líneas maestras de la propuesta de anteproyecto elaborada en 1984 por el Ministerio de Justicia. Mantenía la fisonomía tradicional de la violación (circunscrita al coito vaginal, el yacimiento), pero introducía como gran novedad una figura residual -cualquier otro acceso camal sin distinción por razón del sexo de la víctima- a medio camino, en cuanto a penalidad, entre aquélla y los abusos deshonestos.

No faltan iniciativas de minorías parlamentarias que tratan de replantear -a saber con qué expectativas de éxito- aquella preterida propuesta de modificación legislativa sin tener que aguardar, también para esto, al casi mágico cabo de 1992.

Sin embargo, podría volverse la mirada a otros modelos tanto al otro lado del Atlántico como en este barrio europeo de la aldea global. En efecto, a partir de 1984 en Italia (como antes en Canadá o en algunas legislaciones estatales de Estados Unidos de Norteamérica) comenzó a cuajar un nuevo enfoque de la delincuencia sexual.

Partía de considerar que ésta atenta verdaderamente a la dignidad de la persona humana en una dimensión tan fundamental de su intimidad como es la sexualidad.

Lo realmente grave de una agresión sexual no es tanto su mecánica como su carácter humillante, degradante. Su capacidad de rebajar a un ser humano a la condición de cosa susceptible de ser usada para satisfacer al agresor. Por ello se tomó como punto de arranque una descripción muy flexible del comportamiento típico básico, consistente en cualquier conducta atentatoria contra la libre autodeterminación (o, si se quiere, contra la indemnidad) sexual de una persona, lo que, por cierto, cierra el paso a inquisitoriales pesquisas sobre su vida privada. Y se distinguieron luego diferentes niveles de gravedad, atendiendo no tanto a la concurrencia de un acto de penetración como a la intensidad de la compulsión ejercida, al riesgo que los medios empleados hayan podido comportar para otros bienes fundamentales de la persona (la vida, la salud), al potencial vejatorio de la agresión, a la situación cualificada de inferioridad de la víctima, al abuso de superioridad por parte del agresor, etcétera. Quizá sea oportuno tomar en serio esta alternativa. Azuzar a las buenas gentes para que se movilicen en protesta contra aquellas resoluciones judiciales que irritan por su falta de sintonía con la realidad de nuestro tiempo puede ser sólo un ardid demagógico para ocultar la parte de responsabilidad política que corresponde a aquellas instancias gubernativas y legislativas que no se deciden a arbitrar soluciones imaginativas que las hagan más difíciles o imposibles.

En todo caso, el derecho penal de una sociedad democrática que aspira a tutelar sólidamente la dignidad de la persona, garantizando también, eficazmente, su derecho al libre ejercicio de su sexualidad, no puede reducir su horizonte de progreso a una cuestión de... ¡agujeros!

Jesús Fernández Entralgo es magistrado juez del Juzgado de Instrucción número 9 de Madrid.

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