Amiguetes
Ocurre un día sí y el otro también. Los personajes de la cultura, del deporte, de la economía, del foro, pero sobre todo los de la política, no entienden que se publiquen noticias que a ellos les resultan desagradables. "¿Por qué habrá dicho tal cosa de mí el periódico equis?", pregunta uno con cara triste. "¿Qué le he hecho yo al periodista hache para que ponga esas cosas?", gimotea otro ante sus fámulos. "¿Quién habrá detrás de todo esto?", inquiere intrigado un tercero."Pero ¿es verdad lo que dicen de ti?", demanda algún ingenuo descubridor de mediterráneos. "Sí, sí, pero aquí tiene que haber gato encerrado", responde el atormentado personaje, "porque yo creía que fulano era amigo". ¿Amigo o amiguete? Es igual, en cualquier caso, cómplice, encubridor, paniaguado, petimetre, chisgarabís, correveidile.
Está muy bien que los personajes, sobre todo los de la política, y especialmente los que disfrutan del poder, se encuentren encantados de haberse conocido. Es normal incluso que se quieran. Ya lo dice la Iglesia: la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Por mucho que les conozcamos y veamos lo que hacen, no tenemos derecho a exigirles que se desprecien. Sería demasiado. Sufrirían mucho.
Lo que ya no es normal es que se tengan hacia sí mismos esa ternura, ese enamoramiento entontecedor. Están embobados ante sus personas y un día se van a romper la crisma contra el espejo al intentar abrazarse. Obtendrían una dieta más higiénica si hicieran compatible con tanto almíbar dulzón algunas gotas de limón autocrítico.
Pero lo que resulta necesario que solucionen inmediatamente es esa creencia en que los demás también están poseídos por ese virus cegador. Tal vez así dejen de hacer guiños de complicidad, repartir pescozones y abrazos a lo antiguo jefe provincial del Movimiento y regalar sonrisas bobaliconas entre los chicos de la Prensa. Y al dejar de ver a su alrededor sólo amiguetes quizá se eviten alguna sorpresa al día siguiente, al leer el periódico.