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Intelectuales de pasillo y de paseo

Aunque sólo estemos a medio camino de sus trabajos -escribo estas líneas el jueves día 18 por la mañana, mientras la sala del flamante Palau de la Música ha sido evacuada en razón de una anónima amenaza de atentado, tan previsible como extemporánea, ¿o arcaica?-, aunque falten todavía algunas sesiones importantes, como la que ha de discutir las cuestiones de la violencia, ya puede uno irse haciendo una idea de la significación de este congreso de Valencia, a los 50 años del de los escritores antifascistas de 1937.Varias ideas, incluso. Pero destacaré sólo una de ellas ahora. Dejando acaso para algún momento ulterior una reflexión más elaborada sobre los aspectos más positivos de este congreso, que son los que predominarán, quiero subrayar algo que, en cierto modo, es preocupante. Que merece ser tenido en cuenta al menos.

Lo que me llama la atención podría resumirse, pronto y mal, algo brutalmente, con las siguientes preguntas: ¿Dónde están los intelectuales españoles? ¿Qué piensan, qué tienen que decir? ¿Por qué se callan? Me refiero, conviene precisarlo inmediatamente, a los intelectuales (utilizo el término en su sentido habitual, sin entrar en un análisis crítico de su validez, como hizo Castoriadis en una de las sesiones) de la generación hoy socialmente dominante: la generación nacida entre mediados de los cuarenta y mediados de los cincuenta, que ocupa hoy los puestos de influencia y de poder en las actividades editoriales, informativas, universitarias; en las administraciones que algo tienen que ver, o dejar de ver, con la cultura. En la sociedad civil, a fin de cuentas,

Muchos de ellos están en Valencia, asisten al congreso. Se les ve, pero no se les oye. Mejor dicho, se les oye por los pasillos, en los bares, haciendo comentarios entre sarcásticos y de vuelta de lo divino y de lo humano. Contando chismes sobre todo. A diferencia del público que llena las salas de debates, que se apasiona, que interviene para interrogar, aprobar o disentir -esto último sobre todo, como es lógico, ya que es una asistencia predominantemente juvenil-, nuestros intelectuales cuarentones y sesudos, radicales y hasta extremistas en sus juntos de vista, a juzgar por los fragmentos de perorata que pueden escucharse en los pasillos del congreso, no dicen esta idea es mía en las sesiones multitudinarias y movidas.

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Se callan, pero no otorgan: no nos hagamos ilusiones. Hay que ir acostumbrándose a la idea, harto inquietante, de que buena parte de estos intelectuales a que me refiero no se interesan por la democracia, no quieren profundizar en su análisis ni participar en su necesario perfeccionamiento. De la democracia sólo parece interesarles el beneficio profesional y privado que este tipo de sistema político genera para la intelectualidad. Les interesan los puestos, las prebendas y el poder. Pero la democracia en sí misma no les interesa; la consideran como mera transición entre la dictadura -sumamente gratificante al valorizar y dignificar cualquier gestualización de disconformidad- y un paraíso revolucionario del cual han sido hasta ahora privados por una aciaga coyuntura histórica.

Muy representativo de este tipo de personajes a que me refiero es Manuel Aznar Soler. Éste no es intelectual de pasillo, sino de paseo. Quiero decir que es de los que te dan el paseo, como se decía en 1937, en cuanto te descuides, pierdas la línea del pensamiento correcto o les pierdas la cara.

Aznar ha sido encargado, y es una excelente iniciativa, de reeditar los documentos del congreso internacional de 1937, que reunió haca ya años con Luis-Mario Schneider, junto con los estudios que ambos hicieron sobre la literatura española y el antifascismo. Así, los congresistas han sido obsequiados con los tres volúmenes preciosamente impresos que contienen aquellos valiosos estudios y materiales. Y Manuel Aznar ha aprovechado la ocasión y los millones de la Generalitat valenciana para descargar su bilis en un epílogo y en alguna nota al pie de página.

Que en una de éstas hable el pobre Aznar del coro antiestaliniano (¡a mucha honra!) que formaríamos Octavio Paz, Juan Goytisolo y yo mismo, no tiene mucha importancia, a pesar de la soez estulticia de alguna de sus consideraciones. Ya estamos curados de espanto los mencionados. Pero lo interesante es analizar el porqué de semejante andanza. Y es que el mero hecho de haberse dicho, en la convocatoria del congreso de 1987, que "lo que nos interesa, 50 años después, a la luz de la experiencia histórica, es una reflexión crítica", provoca la ira de Aznar. Reflexionar sobre el pasado, y más aún, hacerlo críticamente, le parece, sin duda, el colmo de la osadía, de la arrogancia intelectual. Reflexionar debe tal vez seguir siendo el privilegio de algún intelectual colectivo, cuyos profetas y escoliastas seguirían siendo los Aznares que todavía padecemos en este país. Y que seguiremos padeciendo, a juzgar por signos como éste.

Más importante, sin embargo, mucho más grave que los ataques personales, es la conceptualización que se expone en el epílogo añadido hoy por Manuel Aznar a su ensayo de hace: unos años. Se dice allí que "la transición democrática ha sido ejemplar para los intereses del, imperio norteamericano como modelo del paso de una dictadura militar fascista a una democracia vigilada y domesticada".

Frases como éstas tienen un mérito: resumen perfectamente la ceguera histórica, epigonal y putrefacta de un marxismo de pasillos y de paseos, al rrienos en la intención metafórica, que está convirtiéndose, como en otras ocasiones pasadas de nuestra historia, en uno de los principales enemigos de la reflexión crítica que tanto asusta a los Aznares y tanto necesitamos los demás.

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