Eduardo
Debe ser cosa del nombre, pero este príncipe británico más cercano a Marlowe que a Kipling, a Gandhi que a Lord Mountbatten, acaba de hacerle a su real casa un feo parejo al disgusto que, muchos años atrás, les proporcionó el también Eduardo duque de Windsor renunciando al trono por una divorciada. Aunque aquel caballero, pese al escándalo, consiguió reinar después de morir, pero en el Hola, que es, en definitiva, el único reino que no es de este mundo.Menudo disgusto para la real madre, que lleva toda una vida aguantando los sombreros de reglamento y ahora tiene que soportar que se le subleve, el nene y le rechace la cruz en versión varón dandi que le tenían preparada: o sea, la digna milicia que permite a los mozos de Buckingham Palace taparse las orejas típicamente dinásticas con un surtido de gorros nada despreciable y revalorizar su silueta con zarzueleros uniformes aptos para intimidar al populacho en las ceremonias oficiales.
El escaqueo de Eduardo es, a su vez, una afrenta para lady Di y lady Sarah, que en ningún momento trataron de evadir su fatal destino de perchas consortes poniéndose a régimen y a parir, sucesivamente. Los caballos reales también tienen que llevarlo fatal, hechos como están, los pobres, a que los monten Ana y Mark para acabar de completar el cuadro.
No obstante, los comentarios desatados estos últimos días en torno a la decisión del joven han sido demasiado crueles. Despiadados. Sin consideración para el pesar profundo que, estoy segura, él mismo ha tenido que experimentar en sus principescas carnes. Pues siendo la de Eduardo, según parece, una vocación decididamente teatral, no sin pesar debe de haber renunciado a los entorchados, penachos, condecoraciones y ribetes que el variopinto vestuario militar le proporcionaba.
Sin contar con el redoble de tambores, los trompetazos y otras algarabías que lo castrense ofrece para la puesta en escena, y que un simple particular no puede costearse cuando quiere impresionar al respetable.