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Tribuna
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Entender lo que pasa

Lo menos a que puede aspirarse, al menos desde mi punto de vista, es a saber en qué mundo se vive. Admito que se trate de una aspiración excesiva y a veces inmoral, cuando no peligrosa, a juzgar por el crecido número de personas que debieron la muerte, o fieros males, a su empecinamiento en llevar adelante semejante pretensión; pero es el caso que no todos cejan, que muchos no se resignan, y que, gracias a ellos, vamos sabiendo algo, aunque a veces no bastante. Admito también, y vaya eso por delante, que existen muchas maneras de conocer la realidad, y que algunas de ellas resultan inofensivas, amén de satisfactorias, a los ojos del más desconfiado. El cielo, por ejemplo, atrae a cierta gente a su contemplación. De éstos, unos procuran informarse, más o menos a fondo, de los fenómenos celestes, y no falta quien llegue en su osadía a preguntarse cómo llegaron allí y por qué no llueven sobre las verdes praderas las estrellas incontables; pero otros, menos curiosos o menos ambiciosos, se contentan con la contemplación, con el conocimiento que ella misma proporciona y con el deleite estético, tan legítimo como el intelectual. Me parece plausible y en cierto modo asimismo suficiente, y no tengo embarazo en confesar que, cuando no me lo estorban las nubes de la polución ciudadana, suelo echar un vistazo a las alturas. Pero, en fin, hay que reconocer que la realidad cósmica es bastante compleja, que lo que se sabe de ella va siendo ya considerable y que asimilar ese saber con los trámites que condujeron a él empieza a no caber en las cabezas corrientes, bastantes de las cuales determinan conformarse con conocer los resultados y ordenarlos a su modo dentro de su particular visión del mundo. El de la historia es también realidad y, para mucha gente (me incluyo en esa indeterminación), tan importante como la del átomo, aunque menos manipulable y de más arduo conocimiento. Como que hay quien niega en redondo la validez del conocimiento histórico, aunque pienso que semejante desconfianza les viene a los escépticos de las dificultades que encuentran en el conocimiento de la historia viva, del modo en que vivimos, de lo actual. No deja de ser en cierto modo (o medida) sorprendente que la ininteligibilidad de los acontecimientos contemporáneos acontezca precisamente en un momento de la historia de los hombres en que sobreabundan las informaciones. ¿Será esta proliferación lo que nos embaraza? Cuando en siglos pasados arribaba a la aldea un viajero de la corte, se le preguntaba por las nuevas corrientes, y si él decía que se decía que bajaba el turco, esta noticia, o noción, quedaba clara en la mente del auditorio: se sabía lo que era el turco, y también que su oficio era bajar de cuando en cuando, y empavorecer; el turco, a su vez, lo hacía o amenazaba con hacerlo, y con esto bastaba para que las escuadras y los levantes estuvieran apercibidos. Después, el turco llegaba o no, pero, llegase o no llegase, jamás dejó de ser un acontecimiento inteligible. Imagínese, sin embargo, que no sólo la Señoría de Venecia por sus espías, sino la gente misma de los mentideros, estuviese al corriente de los sucesos íntimos de la Sublime Puerta: intrigas de palacio generalmente melodramáticas cuya sospecha sirvió de materia a tantos escritores, lo mismo de los viajeros que de los cultivadores de ficciones. ¡Como que nada menos que Cervantes supo aprovecharlos! Pero el solo hecho de que se conjeturasen, o de que llegasen a sus últimos destinatarios las tragedias de harén y alcoba después de haber pasado por muchas bocas, les confería un halo maravilloso que no se exije necesariamente a las noticias escuetas y verdaderas, aunque satisfaga más que ellas. En tiempos de Cervantes no había mucha gente que se preocupase de lo que acontecía en Estambul, pero la que experimentaba ese interés se sentía suficientemente abastecida, y sobre todo sabía colocar la nueva en su lugar preciso. Ahora las cosas han cambiado.En primer lugar, lo que ya se dijo: sobre abundancia. Pero, contra lo que debiera esperarse de tal riqueza de noticias, éstas no nos llegan amontonadas, pisándose las unas a las otras y golpeándonos, sino ordenadas tras una previa selección y perfectamente encaminadas a la parte más sensible, pero también más exigente, de nuestros fatigados caletres. Existe en alguna parte, o es atribuible a ciertas personas, la convicción o la decisión de que ciertas noticias deben ser difundidas y otras ocultadas, o, lo que es peor, desdeñadas. ¿Qué se nos alcanza a los lectores modernos de diarios de lo que Unamuno llamaba la "intrahistoria"? Si acaso, sólo las publicaciones locales dejan traslucir algo, muy poco, de lo que pasa a cada hijo de vecino, de lo que apenas es noticia. Y este concepto de noticia debería ser analizado con seriedad y sin parcialidades: analizado por esos que al contemplar el texto tienen en cuenta el contexto y el intertexto. Lo malo (o quién sabe si lo bueno) es que no se les hace caso.

De repente, una de esas noticias salta a las columnas de la prensa. Pongamos por ejemplo eso que ya se va llamando el Irangate. No sólo es una novedad, sino, al mismo tiempo (o ante todo), una sorpresa. Por suceder donde sucede y por tener a quienes tiene por protagonistas, a todo el mundo apasiona. Un miedo oscuro, colectivo, justifica el interés. Las noticias se leen como las páginas de una novela, pero con una notable diferencia: en el mundo interior de la ficción narrativa, todo se explica o debe explicarse, y si comienza in media res, esas miradas atrás que algunos llaman flash backs proporcionan los datos indispensables para la cabal comprensión. Para mí, la diferencia fundamental entre lo real y lo ficticio, lo que dificulta y a la postre imposibilita la narración realista, es que la ficción proporciona al lector avisado la relación de unos hechos comprensibles, y las noticias, que recibe de la realidad, no. En la realidad, aun en la más próxima e intrascendente, siempre faltan elementos que ayuden a la comprensión apetecida.

Creemos conocer a las personas con las que nos relacionamos, pero, de repente, un acontecimiento imprevisto nos muestra nuestro error: a las personas se las conoce sólo a medias. ¿Cómo vamos a entender entonces eso que pasa, que compromete la marcha racional del mundo y que nos revela inesperadamente que esta marcha no es, o al menos no parece, racional? El lector de noticias apetece y echa en falta precisamente aquello que le permitiría entender.

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Alguien se atrevió a decir que el drama de Shakespeare hace más inteligible la muerte de Julio César que la historiografía romana. Yo participo en esta opinión. No digo que el drama de Shakespeare sea puntualmente histórico; lo que digo (o pienso) es que se entiende, y que su inteligibilidad la transportamos a los hechos cuando los consideramos, y así los comprendemos.

Se me ocurrió, peregrina ocurrencia, que acaso la asistencia diaria, la contemplación atenta de la proyección de Falcon Crest me permitiese entender eso del Irangate, pero el esfuerzo y el sacrificio resultaron inútiles. Quizá si llego a entender el Irangate entienda también lo de Falcon Crest, cosa que, por otra parte, no me interesa demasiado. Pero me agradaría que una serie española me permitiera comprender algo del por qué las derechas españolas se han deshecho de don Manuel Fraga. ¡Cuidado que se vienen diciendo cosas! Pues tampoco lo entiendo. No dudo de que pronto dispondremos de un largo reportaje sobre los hechos. Lo que nos gustaría más, lo que nos dejaría tranquilos, sería una novela. De las largas.

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