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Compartir la soledad

Hace algunos días, Brigitte Bardot, con un candor entrañable y desarmante, hizo saber públicamente que buscaba a un hombre para compartir su soledad. Como pertenezco a la generación que recibió su (pésima) educación sentimental a la sombra de esta muchacha en flor, a quien adoré hace ahora 30 años en Et Dieu créa lafemme desde una butaca de los Campos Elíseos, la frase conmovedora e ingenua a la vez ha alcanzado estratos profundos de mi sensibilidad. Mi generación se formó con Brigitte Bardot y con Jean-Paul Sartre. Los dos venían de la Francia prohibida, pero la primera representaba a la libido y el segundo a la razón. De Sartre aprendimos cosas muy importantes acerca de nuestra identidad y de nuestra soledad existencial. Sartre nos hizo ver que no tenemos un cuerpo, sino que somos un cuerpo, contestando así anticipadamente a la Myriem Roussel de Je vous salue, Marie, cuando le pregunta cándidamente a su médico: "¿Doctor, el alma tiene un cuerpo?". También Sartre nos enseñó que morimos solos, aunque nuestro lecho esté rodeado de una multitud de parientes, médicos y curas. Al fin y al cabo, nuestra piel limita a nuestro yo desde que nacemos hasta que morimos.Brigitte Bardot, que fuera otrora un deseado sex-symbol universal, que aportó a Francia más divisas en ún año que la casa Renault, busca a un hombre para compartir su soledad. Resulta casi inevitable pensar en otra soledad célebre, la de Marilyn Monroe, cuando la mujer más deseada del mundo declaraba que su público fue su único hogar. Decía así algo más consolador que un grafito célebre, según el cual el mundo es un desierto lleno de gente. El tema de la soledad es viejo en nuestra cultura. Ya los griegos nos explicaron la leyenda de la ninfa Eco, a la que su triste vida solitaria en el bosque la convirtió en piedra; o la del pobre Narciso, cuyo ensimismamiento le ahogó en las aguas de su autismo. La cultura burguesa descubrió una soledad acaso más aterradora, la soledad dentro de la pareja. Se trató de un hallazgo muy fecundo, pues en él bebería casi toda la novela occidental construida en torno al tema del adulterio, como una forma de lucha contra la soledad dentro de la pareja y de búsqueda de la excitante emoción de lo nuevo. Sin adulterio no tendríamos a Emma Bo vary ni a Ana Karenina, ni a Jules et Jim, ni a Antonioni. La estética del adulterio ha sido, se guramente, la más productiva de toda la narrativa occidental, nacida en la matriz de una cultura judeocristiana y monógama que invita a la aventura de su transgresión.

El tema de la soledad recorre nuestra cultura y tuvo su gran monumento con Robinson Crusoe, escrito por Daniel Defoe y visitado por Luis Buñuel, personaje de inspiración histórica que tuvo la fortuna de llegar a vivir sin someterse a ningún Estado, pero al precio de una soledad que sólo interrumpió la presencia de Viernes, convertido en esclavo según mandan los cánones de la explotación social y colonial. También el personaje romántico y nocturno de Drácula, el príncipe de las tinieblas inventado por Bram Stocker, fue reconvertido por Herzog en su Nosferatu como una víctima penosa de la soledad, condenado al calvario de la existencia eterna. Con ello, Herzog dio un vuelco a la lectura tradicional de este mito aristocrático y terrorífico, que había sido leído tanto en clave social (el noble feudal que chupa la sangre a los campesinos explotados), como sexual (el mordisco sangriento como metáfora del desvirgamiento de hermosas jóvenesy, o existencial (la sangre como fuente de vida renovada).

En nuestros días, la estructura de las grandes ciudades se ha vengado de la utopía de la aldea global, de McLuhan, y, en vez de retornar los medios de comunicación a la cordialidad de la tribu, hemos consolidado las cárceles verticales de hormigón y de acero. En una encuesta sobre los usos sociales de la radio, un ama de casa norteamericana contestaba: "Es una voz en el hogar". He aquí una franca confesión del neurótico miedo al silencio, como signo de soledad, síndrome urbano actual que ha acabado por conducir al invento de ese simulacro de compañía que es el hilo musical. Ya no sabemos estar solos y en paz, como lo están los

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monjes tibetanos o como lo estaba Diógenes, cuando Alejandro Magno le preguntó qué le podía ofrecer y el filósofo le contestó: "Que te apartes, que me estás tapando el sol". La confirmación de este drama urbano nos la cuentan las revistas científicas que explican que en las grandes ciudades norteamericanas, como Nueva York o Los Ángeles, ha aparecido la plaga del skin hunger (hambre de piel), un síndrome psicosomático manifestado por eczemas y otras alteraciones dérmicas que aparecen como protesta de la naturaleza contra la falta de contacto físico, plaga especialmente dolorosa entre los jubilados y los solitarios en la jungla de asfalto de la gran ciudad incomunicada. En este esta dio del lenguaje, que es la herramienta comunicativa que convirtió al antropoide en homo sapiens / homo loquens, tiende a convertirse en mero soliloquio y en ruido de fondo en el paisaje social. Obsérvense las conversaciones que brotan en una familia en tomo a un televisor encendido y se constatará que son monólogos cruzados que rebotan en la telepantalla a modo de pared de frontón. Es la devaluación del lenguaje en la era del autismo televisivo.

Es, por tanto, razonable que Brigitte Bardot, en esta cruel sociedad posindustrial, reivindique el derecho a compartir su soledad con algún hombre, esa soledad que fue una de las pocas cosas que Marx no citó a la hora de compartir en su proyecto comunista. Brigitte Bardot está en su perfecto derecho cuando aspira a compartir su gran lecho vacío, su mesa y sus silencios con un hombre que no la mire como la miraban los hombres cuando era el sex-symboI triunfal de la V República del general De Gaulle. Es un deseo razonable y justo, pero acaso tan imposible como los sueños románticos que tuvieron antes que ella Emma Bovary y Ana Karenina.

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