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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte en la carretera

EL SANGRIENTO balance de los accidentes ocurridos en las carreteras españolas durante los pasadas fiestas de Navidad incluye 266 muertos y 150 heridos graves. Con este saldo, que incrementa hasta un 30% las siniestras cifras del año pasado, enfilamos la recta hacia la producción de accidentes de tráfico en la Semana Santa y, después, en las idas y venidas del veraneo. Entretanto, la tragedia en automóvil salpicará de desgracia los puentes o los simples fines de semana. Las autoridades parecen aceptar resignadamente esos millares de víctimas (4.189 personas murieron en nuestras carreteras durante 1985) de sacrificio anual como una plaga bíblica. Sin embargo, otras causas de muerte o invalidez menos epidémicas se exhiben con mucho más dolor, tienen otra propaganda y suscitan un tipo diferente de protesta.Morir en la carretera se ha hecho una costumbre. Las cifras se dan cada vez con menos énfasis. Y cuando exceden todos los cálculos se buscan pretextos: en estas Navidades las tópicas explicaciones habituales han sido completadas con alusiones al mal tiempo, como si esa matanza se pudiera incluir en la lista de las catástrofes meteorológicas. Todo menos reconocer que las heladas y las nieblas, el exceso de velocidad, los adelantamientos indebidos o la irrupción de peatones en la calzada no pueden ser abstraídos del pésimo trazado, mal estado de conservación y defectuoso sistema de señalización de la mayoría de nuestra red viaria. Porque hay por lo menos tres temas de dependencia gubernamental sobre los que se debe insistir en exigencia de un remedio: el estado de las carreteras, el parque de vehículos y el control de los fallos humanos.

El desastre de las carreteras, tantas veces planteado, resalta un rasgo común a nuestras diversas autoridades, estatales, autonómicas y municipales: la obsesión de justificar las desgracias actuales por cuestiones de herencia y de ufanarse con las creaciones propias. Pero de nada sirve inaugurar tramos, tan rentables en minutos de televisión, si no se acude a reparar el deterioro de los 150.000 kilómetros de la red que se van deteriorando: de las señalizaciones, de los baches, de las curvas mal trazadas, de los pasos a nivel, de las cunetas quebradas o de la falta de circunvalación para las poblaciones. Alcalá de Henares continúa obstruyendo el tránsito entre Madrid y Zaragoza, como Talavera de la Reina en la carretera de Portugal y Albacete en el camino hacia Alicante. Las carreteras secundarias de buen número de provincias se hallan en una situación lamentable. Hay dineros presupuestarios -estatales o autonómicos- que podrían aplicarse a esos objetivos aun a costa de otros capítulos de mayor exhibición para quienes los administran.

El parque de vehículos es otra cuestión de primer orden: sobre todo de los pesados, de los de transporte público y colectivo, pero sin olvidar los familiares. Habría que extremar el control de los vehículos que circulan y exigir que algunos de los mecanismos de los que dependen directamente la seguridad (dirección, frenos, luces) estén impecables, incluso paralizando en la carretera a quienes incumplan este tipo de órdenes que están codificadas. En cuanto a lo que se considera como fallo humano, es también controlable. Pero sucede que los agentes encargados de su vigilancia suelen preferir actuar a vehículo parado -sobre los estacionados- o apostarse en algunos lugares-trampa con sus radares y sus cámaras fotográficas -de cuya existencia se informan los conductores profesionales unos a otros con el lenguaje de los faros- para recolectar una buena cosecha de infracciones. El control del alcohol, de la vista, de la capacidad de reflejos, de la posesión del permiso legal -tantas veces caducado y otras muchas renovado mediante la picaresca de algunas gestorías que no practican con rigor el examen médico- y el número suficiente de vigilantes para perseguir en ruta las infracciones cometidas necesitan un refuerzo, acompañado por las sanciones justas que requiere la situación.

La realidad de las víctimas es una monstruosa denuncia de la situación. Y la tendencia de las autoridades ministeriales a lavarse las manos y a eludir sus responsabilidades, inculpando exclusivamente a los muertos de su propia tragedia, comienza a convertirse en un espectáculo simplemente obsceno. Porque nadie -ni siquiera el ministro Cosculluela- puede afirmar que las únicas causas de tanta muerte en la carretera sean el mal tiempo, los adelantamientos indebidos, el exceso de velocidad o los peatones imprudentes. Esas causas inmediatas no pueden ser disociadas de la situación de nuestra red viaria, probable causa mediata de los nervios, las prisas y las imprudencias de algunos conductores que seguirían con vida si nuestras carreteras estuviesen al nivel de los trazados europeos.

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